«…En un ámbito tan sensible al acceso a la justicia como es el derecho ambiental, donde la efectividad de las decisiones adquiere una dimensión reforzada, la resistencia del SEA a cumplir con la sentencia del Primer Tribunal Ambiental debilita los fines mismos del control judicial de la legalidad de los actos administrativos, y el imperio de los tribunales ambientales…»
La contienda de competencia promovida por el Servicio de Evaluación Ambiental (SEA) ante el Tribunal Constitucional, con el objeto de impugnar actuaciones del Primer Tribunal Ambiental, constituye un episodio que pone de manifiesto los riesgos que enfrenta el sistema jurídico —y en particular el judicial— cuando se cuestiona uno de los principios esenciales del Estado de Derecho: el respeto y cumplimiento efectivo de las decisiones jurisdiccionales. La actuación del SEA transmite una señal de resistencia frente al control judicial, generando, a mi juicio, tensiones institucionales innecesarias. Cabe recordar que el mecanismo de la contienda de competencia está diseñado para resolver situaciones graves de invasión de atribuciones que comprometan la distribución de poderes del Estado, no para controvertir el alcance de la revisión judicial respecto de la discrecionalidad administrativa.
El núcleo de la controversia se sitúa en la resolución adoptada en febrero de 2025 por el Primer Tribunal Ambiental, que ordenó a la Dirección Ejecutiva del Servicio de Evaluación Ambiental, en su calidad de Secretaría Técnica del Comité de Ministros, dictar un acto administrativo complementario en el marco del procedimiento de ejecución de una sentencia. La crítica del SEA se fundamenta en que ello habría implicado determinar el contenido de una decisión administrativa de fondo, invadiendo atribuciones privativas del Comité de Ministros, conforme al artículo 20 de la Ley N° 19.300, e infringiendo las limitaciones impuestas a la judicatura ambiental por el artículo 30, inciso 2°, de la Ley N° 20.600. Según esta perspectiva, el tribunal ambiental habría excedido el rol de control de legalidad que le corresponde, sustituyendo indebidamente la función administrativa.
Sin embargo, esta apreciación no resulta atendible. La eventual infracción a las disposiciones aplicables solo podría derivarse del contenido de la sentencia de fondo, no de su ejecución. No parece jurídicamente razonable ni mínimamente defendible que un tribunal ambiental, al resolver sobre la ejecución de su propia sentencia, esté excediendo los límites de lo resuelto. Si se acepta —como considero, fundadamente— que la ejecución se limita a hacer efectivo el mandato jurisdiccional, la controversia planteada constituye un problema de legalidad, no de competencia. En consecuencia, la vía adecuada para su revisión es la prevista por el ordenamiento procesal, a través de los recursos judiciales pertinentes, como la apelación y la casación, y no la apertura de una contienda constitucional.
Ahora bien, cuando el tribunal ambiental, en ejercicio de sus potestades consagradas en la nueva institucionalidad ambiental, circunscribe el marco jurídico de la actuación administrativa requerida para dar cumplimiento a su fallo, no está arrogándose competencias propias de la Administración ni sustituyendo su rol; por el contrario, se encuentra ejerciendo la potestad de ejecución de sus resoluciones, limitando legítimamente —sobre la base de los hechos del caso y el derecho aplicable— las opciones disponibles para la autoridad administrativa.
El gran desafío que presenta este caso para el Tribunal Constitucional será identificar y ponderar los efectos sistémicos que generaría acoger el requerimiento presentado. En particular, resulta preocupante que se pretenda supeditar la ejecución de sentencias firmes o ejecutoriadas a la valoración de un órgano de la Administración, pues ello podría tensionar el principio de separación de los poderes del Estado, debilitar los fundamentos del Estado de Derecho y erosionar la garantía de tutela judicial efectiva. Esta situación, además, podría comprometer gravemente la autoridad y eficacia de las decisiones emanadas de los tribunales ambientales. Tal preocupación ha sido expresada por el Primer Tribunal Ambiental, que ha adoptado una posición de resguardo institucional en defensa de la jurisdicción especializada, consciente de la relevancia que este conflicto reviste para la consolidación del sistema de justicia ambiental. En ese contexto, ha formulado críticas severas al actuar del Servicio de Evaluación Ambiental, cuestionando la estrategia procesal adoptada y su compatibilidad con los principios de buena fe y lealtad procesal.
Otro aspecto que parece de la mayor gravedad, y que tensiona la racionalidad de la institucionalidad ambiental, es la pretensión de justificar que, en el cumplimiento de una sentencia, el Comité de Ministros pueda incorporar luego de la revisión judicial, nuevas causales de rechazo a un proyecto previamente evaluado. Validar este proceder —bajo el argumento de que se ejerce una competencia propia y no derivada— no solo debilita la fuerza vinculante de la cosa juzgada, sino que también perpetúa un ciclo indefinido de revisión judicial y administrativa, erosionando la certeza y la seguridad jurídica. Además, genera un incentivo institucional indeseable: permitiría a la autoridad administrativa omitir intencionadamente pronunciamientos durante el procedimiento administrativo, para luego, en caso de un fallo adverso, reintroducirlos como nuevos fundamentos de rechazo, en abierta vulneración de los principios de buena fe y de inexcusabilidad que rigen la función pública.
La aproximación que tuvo el Primer Tribunal Ambiental en su sentencia definitiva, lejos de ser excepcional, es reconocida por el derecho público comparado, que admite que en determinadas circunstancias la discrecionalidad administrativa se reduce prácticamente a una única alternativa jurídicamente admisible.
En un ámbito tan sensible al acceso a la justicia como es el derecho ambiental, donde la efectividad de las decisiones adquiere una dimensión reforzada, la resistencia del SEA a cumplir con la sentencia del Primer Tribunal Ambiental debilita los fines mismos del control judicial de la legalidad de los actos administrativos, y el imperio de los tribunales ambientales. Hoy es el Proyecto Dominga, pero mañana, no sabemos. Lo que se manifiesta como un conflicto puntual puede repetirse en cualquier otro procedimiento futuro, erosionando progresivamente la autoridad de los tribunales ambientales, expresamente dotados de potestad de imperio para el cumplimiento de sus decisiones.

Dr. Iván Hunter