«…La sostenibilidad puede asumirse como un criterio estructural en la interpretación y aplicación del contrato, sin desnaturalizar la lógica del derecho privado ni reducirse a una declaración meramente programática. La autonomía de la voluntad seguirá siendo un principio cardinal, pero llamada a convivir con la preservación del medioambiente y la solidaridad intergeneracional, de manera que la libertad contractual del siglo XXI integre responsablemente los costos ambientales de las decisiones privadas…»
El contrato ha sido históricamente concebido como la expresión máxima de la autonomía de la voluntad dentro del derecho privado. Bajo el paradigma liberal clásico, esta autonomía se entendió como una esfera de libertad que el ordenamiento jurídico reconoce a los individuos para disciplinar sus propias relaciones, con límites en la ley, el orden público, las buenas costumbres y los derechos de terceros. Sin embargo, el escenario contemporáneo demuestra que esa idea de libertad resulta insuficiente. La actividad contractual, orientada muchas veces a la maximización del beneficio individual, genera externalidades negativas que recaen sobre la naturaleza y las generaciones futuras.
Como advierte Ralf Michaels, el contrato, tradicionalmente concebido como un instrumento autosuficiente, ha jugado un papel relevante en la reproducción de prácticas económicas que aumentan las desigualdades y provocan un impacto ambiental devastador. Los beneficios de las partes se concentran en ellas, mientras los costos —contaminación, pérdida de biodiversidad, agotamiento de recursos— son soportados por terceros que no participaron del acuerdo. En palabras del propio Michaels, “no solo es inmoral, sino imposible continuar viviendo como lo hacemos, porque ello socavaría las condiciones mismas de vida que hacen posible nuestro modo de existencia” (2024, p. 2).
Esta constatación adquiere especial vigencia frente a discursos negacionistas, como el de Donald Trump, quien en la Asamblea General de la ONU del 23 de septiembre pasado calificó el cambio climático como “la mayor estafa jamás perpetrada”, pese a que el Intergovernmental Panel on Climate Change (IPCC, 2023, p. 24 y ss.) ha demostrado, con miles de científicos respaldando sus conclusiones, que limitar el aumento de la temperatura global a no más de 1,5 °C es esencial para evitar los peores impactos y mantener “un clima habitable”.
Frente a esta realidad, la autonomía de la voluntad ya no puede concebirse sin límites ecológicos. El derecho privado contemporáneo exige relecturas que incorporen la sostenibilidad como un valor estructural y un principio de orden público.
Recientemente presenté la ponencia “Contrato y sostenibilidad: retos para la autonomía privada”, donde, siguiendo a la doctrina europea, sostuve que la libertad contractual debe entenderse en diálogo con la solidaridad intergeneracional y la protección del medioambiente. La autonomía privada, en otras palabras, conlleva función, límites y cargas, y hoy estas incluyen la responsabilidad frente a la crisis climática.
La categoría de orden público permite materializar esta exigencia. Tradicionalmente definido como “el conjunto de normas y principios jurídicos que inspiran el supremo interés de la colectividad” (Alessandri y Somarriva, 1971, p. 162), el orden público se ha concebido como un concepto flexible y evolutivo. El Código Civil chileno lo recoge expresamente en sus artículos 1461, 1467 y 1681, al sancionar con nulidad absoluta todo contrato que carezca de causa lícita o contravenga el orden público. El artículo 1467, por ejemplo, establece que “se entiende por causa el motivo que induce al acto o contrato; y por causa ilícita la prohibida por ley, o contraria a las buenas costumbres o al orden público”. Esta apertura axiológica permite reconocer que los valores predominantes cambian con el tiempo. Si en otras épocas el énfasis estuvo en la moralidad o en el orden económico, hoy resulta plausible considerar que la sostenibilidad se incorpore como un nuevo criterio de orden público.
La doctrina extranjera ya ha comenzado a hablar de un “orden público ecológico”. Mauro Pennasilico sostiene que el desarrollo sostenible debería ubicarse como norma de orden público, de modo que su violación determine la nulidad del contrato, apreciable de oficio por el juez. Tom Hick, en la misma línea, propone “pensar la libertad contractual de manera sostenible”, comprendiendo la elección individual como una responsabilidad hacia las generaciones futuras.
Los ejemplos comparados de Bélgica y Argentina son particularmente ilustrativos. En Bélgica, la reforma de 2023 a su Código Civil incorporó expresamente el orden público ecológico en la dogmática contractual. El artículo 1.3 señala: “Es de orden público la norma jurídica que afecta a los intereses esenciales del Estado o de la colectividad, o que establece, en el derecho privado, las bases jurídicas en las que se sustenta la sociedad, tales como el orden económico, moral, social o medioambiental”.
En Argentina, el Código Civil y Comercial de 2015 dio un paso decisivo al incorporar la sostenibilidad como límite al ejercicio de los derechos individuales. El artículo 14 dispone que “la ley no ampara el ejercicio abusivo de los derechos individuales cuando pueda afectar al ambiente y a los derechos de incidencia colectiva en general”, mientras el artículo 240 establece que el ejercicio de esos derechos debe ser compatible con la sustentabilidad de los ecosistemas y no afectar el funcionamiento de la biodiversidad, el agua, el paisaje y otros bienes de incidencia colectiva. La doctrina argentina ha destacado que esta articulación supone una clara integración de la sostenibilidad al derecho privado (Krieger, 2025, p. 73; Garrido Cordobera, 2025, p. 82).
Estos desarrollos ofrecen lecciones replicables en Chile. Es importante recordar que nuestra propia Constitución, en su artículo 19 Nº 8, reconoce el derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación y establece el deber del Estado de tutelar la preservación de la naturaleza, incluso autorizando restricciones específicas al ejercicio de derechos y libertades para proteger el medio ambiente. A la luz de esta disposición, una lectura sistemática y axiológica del Código Civil abre la puerta a concebir la sostenibilidad como un valor de orden público, sin necesidad de alterar su estructura clásica. Se trataría de una evolución natural que permitiría armonizar la autonomía privada con los desafíos que impone la crisis climática.
En síntesis, la emergencia climática invita a revisar categorías contractuales tradicionales, como el propio concepto de orden público, para incorporar la sostenibilidad en su alcance. De este modo, la sostenibilidad puede asumirse como un criterio estructural en la interpretación y aplicación del contrato, sin desnaturalizar la lógica del derecho privado ni reducirse a una declaración meramente programática. La autonomía de la voluntad seguirá siendo un principio cardinal, pero llamada a convivir con la preservación del medioambiente y la solidaridad intergeneracional, de manera que la libertad contractual del siglo XXI integre responsablemente los costos ambientales de las decisiones privadas y contribuya a un ejercicio de los derechos individuales en equilibrio con la naturaleza y las generaciones venideras.
María Elisa Morales Ortiz es profesora del Instituto de Derecho Privado y Ciencias del Derecho de la Universidad Austral de Chile.