En tiempos recientes, parece que hemos construido nuestra propia vulnerabilidad en los entornos que habitamos. Esta columna plantea la creciente tensión entre los modelos de desarrollo económico y los límites del planeta. La sostenibilidad está atrapada entre decisiones urgentes que chocan con el ritmo natural de la Tierra, exigiendo una respuesta inmediata.
Históricamente, comprendíamos los ciclos naturales y adaptábamos nuestras actividades. Sin embargo, la aceleración del desarrollo humano ha generado un desequilibrio, llevando a crisis ambientales, sociales y políticas. Según la ONU, necesitamos 1.6 planetas al año para mantener nuestro estilo de vida; en Estados Unidos, casi cinco planetas. Desde la Revolución Industrial, la extracción de recursos se ha triplicado y el uso de combustibles fósiles ha aumentado un 45 %, siendo responsables de emisiones de CO2 que calientan el planeta. Este incremento está ligado al aumento de la temperatura global. La meta del Acuerdo de París de limitar el calentamiento a 1.5°C se aleja cada vez más, alcanzando ya 2°C. Reducir emisiones es crucial, pero requiere tanto acciones individuales como compromisos globales. El reciente anuncio del retiro de Estados Unidos del Acuerdo de París plantea serias interrogantes sobre las consecuencias para el esfuerzo colectivo.
En este contexto, la calidad de los entornos construidos es fundamental. Los espacios que habitamos influyen directamente en nuestro bienestar y en el territorio. Diseñar de forma sostenible, minimizando recursos, es clave para mitigar el cambio climático. Al diseñar con responsabilidad, no solo fortalecemos la resiliencia social, sino que reinterpretamos prácticas tradicionales como soluciones locales. En conclusión, la sostenibilidad no se reduce solo a cifras o tecnologías, sino también depende de la voluntad colectiva de las personas que habitamos este planeta, así como también de la acción coordinada por el bienestar común y el respeto a los ciclos de la naturaleza.