La respuesta que coordinamos como sociedad frente a la pandemia del COVID-19 se compone de una articulación compleja tanto de las políticas de salud pública que establecen las autoridades hasta la adherencia individual que cada uno/a adopta para protegerse a sí mismo y a los demás. En tal sentido, el uso de mascarilla, el correcto lavado de manos y la disminución de la movilidad por la ciudad, entre otras, son medidas simples, pero claves en el esfuerzo conjunto para afrontar la emergencia.
Que la población interiorice y cambie sus conductas individuales para desacelerar el avance de la pandemia ha surgido como uno de los problemas centrales en la discusión pública diaria.
Hemos escuchado en diversos medios cómo periodistas o políticos se acercan a esta misión con diversas estrategias: Desde una especie de “terapia de shock” utilizando discursos en tono dramático, apelando a la gravedad de la situación y la muerte de decenas de chilenxs a diario; hasta demostraciones de poder, amenazando con penas de cárcel “con todo el peso de la ley” a los “irresponsables” que se atrevan a incumplir las cuarentenas. Ambas técnicas acuden a un recurso en común: El miedo, el temor masivo a un invasor invisible pero peligroso.
Sin embargo, aunque el miedo y la sanción parecen ser un recurso muy tentador para cambiar las actitudes de las personas, no es sostenible para lograr un compromiso consciente de la población para alcanzar los objetivos sanitarios.
Las/os profesionales de la salud nos enfrentamos a diario con la misión de cómo comunicar y educar a las y los usuarias/os en prevenir los riesgos y potenciar las conductas saludables. La prueba consiste en traducir toda la complejidad del saber científico que estudiamos por años y hacerlo comprensible por todos.
En ocasiones, su éxito además es condicionado por factores que van desde bajos niveles de escolaridad, escasos recursos socioeconómicos, pertenencia a minorías, o barreras de género, por mencionar algunas. Estas determinantes afectan cómo las personas adoptan medidas para cambiar sus conductas y la manera planificar la tarea de educar.
La educación para la salud contempla estos factores en su objetivo de mejorar la calidad de vida de las personas, potenciando el empoderamiento y soberanía de cada individuo y comunidad para poder decidir informadamente qué modificar para lograr el autocuidado y la protección de su entorno.
Para lograr esta tarea se necesita un esfuerzo coordinado y planificado, priorizándolo como una parte necesaria e integral de las políticas públicas de salud, en una red que se beneficia del esfuerzo de las y los profesionales y representantes de la comunidad, con un enfoque multidisciplinario e intersectorial. Un trabajo que necesita determinación y compromiso a largo plazo para cambiar las realidades de las personas que no pueden decidir porque han sido desplazadas a los límites del sistema de salud, educacional y de la sociedad.
Quizá, cuando estemos tentados a juzgar a las y los porfiados de siempre que rompen las cuarentenas, haya que hacer el ejercicio de considerar todas estas variables y buscar cuáles han sido las políticas de educación para la salud que se han implementado con profundidad el último tiempo para lograr el control de la crisis sanitaria u otras realidades a los que nos hemos habituado, como la obesidad, la necesidad de educación sexual de calidad o los problemas de salud mental, reconsiderando la importancia de la educación para nuestras decisiones de autocuidado y el ejercicio de la ciudadanía. Una lección de esta emergencia sanitaria para remirar cómo venimos haciendo las cosas en nuestro sistema de salud.