La Reserva Nacional Federico Albert nos ofrece un maravilloso ejemplo al que hay que prestar atención. Se trata, como nos lo dice la Conaf, de un bosque heterogéneo, creado por iniciativa del naturalista alemán para proteger los suelos de Chanco de lo que él llamó las “arenas volantes” o dunas. Para ello, propuso la forestación de las dunas mediante la introducción de especies como el pino insigne, el eucalipto, el ciprés y el aromo australiano, todas exóticas. Con los años, bajo el dosel de estos árboles, reaparecen especies nativas como el boldo, el peumo, el corcolén, el maqui, el maitén y el litre. Más todavía, en años recientes prolifera una cubierta herbácea, constituida por varias especies de orquídeas.
¿Qué nos enseña esta Reserva? A repensar la relación entre lo exótico y lo nativo, lo propio y lo ajeno, lo autóctono y lo alóctono. Y en este ejemplo no solo intervienen especies vegetales sino también seres humanos: el propio Albert y el presidente Balmaceda quien convocara al naturalista a hacerse parte de este país. Revisar estas relaciones supone, además, pensar en las distinciones y divisorias que se usan para categorizar a las cosas y a los seres humanos: doméstico/importado, nacional/extranjero, mapuche/chileno, o natural/artificial.
La Reserva nos pone en guardia frente a definiciones se usan para dividir, para enfrentar o para jerarquizar a personas y cosas: unas como superiores, otras como inferiores, unas como legítimas, otras como ilegítimas. No obstante, un maitén se puede avecindar junto a un aromo, los pinos conviven con los litres y estos con los peumos y, junto con los eucaliptus, van dando lugar a frondosa cobertura verde de la que los chanquinos y chanquinas pueden sentirse orgullosos.
Reclamar lo auténtico es una utopía en la historia humana; discernir lo peculiar es, en cambio, un ejercicio de reconocimiento y de auto reconocimiento. Es probable que la condición humana desde su origen – y si no antes – se valió de recursos tanto propios como ajenos para orquestar la vida. Por si sola, ninguna comunidad hubiese podido sobrevivir. De aquí la importancia que han tenido los intercambios y el ser con los otros en el tramo recorrido por la humanidad en la historia del planeta. Por esto, al buscar las raíces o lo auténtico, se llega a otras raíces, a otras autenticidades que, a su vez, se deben a raíces más antiguas. Y peor aún es el escenario cuando lo auténtico se levanta contra los otros. Las aventuras de la pureza racial, de los nacionalismos exacerbados y de las limpiezas étnicas solo han dejado cementerios a su paso.
La búsqueda de lo peculiar, en cambio, da cuenta de los modos en que cada grupo se distingue de aquellos con los que ha convivido. Lo peculiar, lo distintivo, lo inconfundible no se hace contra los demás sino con los demás. La lengua chilena es un maravilloso ejemplo de ello: palabras como chancho (quichua), guagua (aymara), pucha cay (mapudungun), huaipe (inglés), chucrut (alemán), o cliché (francés), combinadas con un interminable listado de los más diversos animales, todos pronunciados con una fonética y una entonación que son tributarias del mapudungun, confieren un sello indesmentible a nuestro modo de hablar el español.
Las cosas, hechas o no por el ser humano, tienen la misma fluidez que los árboles para emparentarse con las demás. La obsidiana, esa especie de vidrio volcánico, no tardó en entrometerse en la vida de los antiguos habitantes de la Patagonia ni en permanecer en museos o ser comerciada hoy a través de las redes sociales. No siempre se distingue si el origen de un túmulo de piedra, el filo de un fragmento lítico o un diseño en roca es humano o climático. La maleabilidad de las cosas les permite fusión, como las aleaciones de metal, o transformarse en pegamento para construcciones sólidas. La realidad es siempre un proceso de perpetua transformación donde las cosas suelen dejar de ser para llegar a ser otras cosas.
¿A qué temer cuando hablamos de mestizaje? ¿Por qué no hundirse en un mar híbrido para reconocerse a la peculiaridad de las invenciones propias? El mestizaje no ha gozado de buena fama en nuestro continente. De un lado hay quienes lo celebran como el fundamento de las modernas naciones latinoamericanas, mientras sus críticos lo proclamaron como el mejor testimonio de una suerte de blanqueamiento racial; el mestizaje pareciera no ser ni lo uno ni lo otro. Orgullo mestizo o lamento mestizo son polos que alejan más que lo que acercan al reconocimiento y valoración de las diferencias. La exacerbación tiende, indefectiblemente, al desprecio por el otro y, finalmente, al autodesprecio.
Como lo sugiere la Reserva Nacional Federico Albert los árboles no son ni buenos ni malos y lo que les mueve a serlo de uno u otro modo es lo que los seres humanos les invitan a ser. Un pino radiata convertido en plantación es un problema, el mismo árbol en la Reserva es un habitante más que se nutre y nutre a los demás árboles. El mestizaje puede ser entendido como fruto del intercambio más que de la negación. Avergonzarse o enorgullecerse de la condición mestiza es fruto de un equívoco, es trasladar al ser un hacer, es definirse en función de un pre-juicio más que hacerlo en función de un juicio y un acto creativo.
La invitación que nos hace la Reserva es a repensar acerca de los que nos une en la diferencia. La posibilidad de comenzar a hacerlo es a través del Curso Patrimonios Mestizos a que convoca la UACh – junto con las universidades Alberto Hurtado, de Santiago y de Chile en el marco del Proyecto ATE 220008. Este curso está dirigido a artesanas y artesanos, cultores y creadoras locales, gestoras y gestores de la cultura y, en general, a personas que tengan incidencia en la valoración, recuperación y promoción de las creaciones de nuestra región.
Las inscripciones aún están disponibles escribiendo a feriapatrimoniomestizo2024@gmail.com. El curso, se realizará a partir del 10 de octubre los días jueves y viernes en modalidad virtual con acceso gratuito.
Fotografía: Reserva Nacional Federico Albert / Archivo CONAF