“Las sociedades parecen estar sujetas, de vez en cuando, a períodos de pánico moral. Una condición, episodio, persona o grupo de personas emerge y se define como una amenaza a los valores e intereses sociales; su naturaleza es presentada de manera estilizada y estereotipada por los medios de comunicación; las barricadas morales son ocupadas por editores, obispos, políticos y otras personas de bien; expertos socialmente acreditados pronuncian sus diagnósticos y soluciones; se desarrollan formas de enfrentar la situación o (más a menudo) se recurre a ellas […]. A veces el objeto del pánico es bastante nuevo y en otras ocasiones es algo que ha existido durante mucho tiempo, pero de repente aparece en el centro de atención”.
Así comienza Folk Devils and Moral Panics (1972), escrito por Stanley Cohen. Este clásico de la sociología muestra que las reacciones frente a ciertas situaciones pueden desembocar en una mezcla explosiva de reprobación, indignación, miedo y angustia. Gracias al fermento provisto por medios de comunicación y otros actores, se movilizan y asientan creencias que ven en ciertas conductas o grupos desviaciones y amenazas a corregir. A partir de ahí, la expresión “pánico moral” ha designado una suerte de histeria colectiva provocada por una difusión intensiva, a veces compulsiva, y en todo caso excesiva, de opiniones -incluidos discursos políticos, atizados por ventajas electorales- unificados tras un tono escandalizado y un enfoque que exacerba los riesgos de descomposición moral, (supuestamente) asociados a ciertas personas, conductas o situaciones.
Alrededor del “estallido social” y de los escándalos en el sistema de justicia se vienen tejiendo discursos de pánico moral en Chile. En efecto, las protestas de 2019, y las acciones o decisiones adoptadas como resultado de ellas, han sido caracterizadas no solo como desatinos, sino como verdaderos atentados cometidos por demonios populares (los “octubristas”), contra los valores de la patria.
Por su parte, lo ocurrido recientemente en el Congreso desborda, con creces, la persecución de responsabilidades por conducta ministerial inapropiada de jueces. Para varios parlamentarios la infección parecía tan severa y contagiosa (el senador Galilea sugirió que toda la judicatura estaba en el banquillo) que ameritaba extirpar la amenaza (“jueces activistas” incluidos); sin importar cómo. Eso explica dos cosas llamativas: la suerte de Ángela Vivanco se ató a la de Sergio Muñoz como si se tratara de una misma cuestión; y quienes le reprocharon a este último su desprecio por las reglas jurídicas decidieron hacer lo propio para destituirlo.
Llamar a algo “pánico moral” no implica que no exista o no sea reprochable; indica que su extensión, implicancias o gravedad son exageradas para alimentar ciertas agendas políticas. Al distorsionar un fenómeno o problema se le reemplaza por explicaciones y soluciones simplistas, incluso, espurias. Y se abre las puertas a reacciones y medidas abusivas.
Por Yanira Zúñiga,
profesora del Instituto de Derecho Público, Universidad Austral de Chile
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