Soy profesor del Instituto de Informática de la UACh. El fin de semana pasado participé en las construcciones de Un Techo para Chile en las cercanías de Concepción, junto a unos mil estudiantes valdivianos.
Si bien la participación de tal cantidad de jóvenes y la mediática partida desde el helipuerto deben haber informado a una gran cantidad de valdivianos sobre esta actividad, no creo que muchos padres ni profesores sepan sobre el desarrollo de las construcciones, razón por la cual me gustaría relatar lo que vi una vez que los buses cruzaran el Calle Calle.
Vi, desde el primer momento, el entusiasmo y la alegría de personas que saben que emprenden un trabajo que vale la pena. Vi luego la expresión de incredulidad al contemplar las calles llenas de escombros, y percibí su seriedad al llegar al lugar de las construcciones. Vi las terribles condiciones en que mucha gente vive a casi tres meses del terremoto y la determinación de los estudiantes al comprender que se encontraban en la primera línea del combate y eran quizás, la única esperanza de aquellos postergados.
Vi a mis alumnos pedir con mayor convicción y fiereza materiales de construcción de lo que jamás reclamaron para subir su nota en una prueba. Vi la desesperación de los organizadores por conseguirlos, y la frustración de quienes no pudieron terminar sus casas por distintos motivos.
Vi a los hijos de la generación Nintendo martillarse una y otra vez los dedos para dar firmeza a un techo o solidez a una pared. Vi como sus manos temblaban de cansancio tras 16 horas de trabajo continuas. Vi jóvenes a veces llamados individualistas o indiferentes preferir pasar una noche sobre el frío acero de los chuzos antes que dejar su construcción inconclusa.
Vi cómo modestas mediaguas se alzaban con la majestuosidad de catedrales construidas de madera y sueños, de esfuerzo y de esperanza. Vi la generosidad y el agradecimiento de sus futuros habitantes, y cómo los ojos de los jóvenes constructores brillaban de satisfacción y orgullo bien ganado.
Vi a mi país levantarse sobre los hombros de hombres y mujeres, que sin importar las pruebas de la próxima semana, ni la ley seca imperante o perderse el partido de Chile, ni dormir sobre las baldosas, ni pasar hambre, y que a pesar de la fatiga y la falta de experiencia, se dieron por entero, con la fuerza de sus brazos y sus corazones, sin otra recompensa que saber que lo que hacían era bueno.
Vi cómo, sin decir una palabra, nos demostraban que no son sólo el futuro de nuestro país, sino también el presente, y que están listos para emprender grandes desafíos si las causas son justas. Fui un testigo privilegiado de este esfuerzo de titanes, y me siento honrado de haber compartido este trabajo junto a ellos.
Un nuevo Chile renace, una vez más, de entre los escombros. Pero la naturaleza indómita que nos castiga sin piedad es la misma que moldea el carácter de nuestra juventud, que está y estará ahí, con la fuerza de un terremoto, para ponernos de pie tantas veces como sea necesario.