El “mayo feminista”, es decir, una paralización de una quincena de universidades en 2018, es el precursor del proyecto de ley sobre acoso sexual en el ámbito académico, recientemente aprobado por el Senado. Como todas aquellas verdades incómodas, ampliamente conocidas pero silenciadas por pactos no escritos, bastó que esa protesta descorriera el velo para que, a partir de ahí, emergieran los relatos que mostraban la cotidianidad y la normalización de la violencia sexual en las universidades.
Seguramente, la nueva ley contribuirá -como antes lo hicieron los protocolos que dictaron numerosas instituciones- a que las cosas evolucionen. Por de pronto, dicha ley viene a reafirmar que los tiempos ya no están para negar o relativizar el acoso sexual ni para responsabilizar a las víctimas en lugar de a los agresores. Previsiblemente, la citada ley mejorará también las posibilidades de que las universidades usen su potestad normativa y disciplinaria para prevenir, investigar y sancionar estas conductas. Gracias a ella, la tolerancia frente al acoso sexual devendrá una decisión costosa para estas instituciones pudiendo obstaculizar su acceso a fondos públicos.
Sin embargo, no debiera darse por sentado que esta u otra ley interrumpirá, de buenas a primeras, una cultura de relativización del acoso sexual que transciende a las universidades, ni tampoco subestimarse la amplitud de las resistencias frente a estos cambios. De hecho, con pasmosa regularidad, tales cambios son seguidos de reacciones conservadoras destinadas a reconquistar, total o parcialmente, el poder perdido (en sociología a este fenómeno se le llama “backlash”). Muchas de estas reacciones se parapetan en estrategias de resistencia no explícita, apelan al discurso de los derechos o se sirven de la victimización.
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