Tras casi 100 años de expansión del capitalismo y profundización de la globalización, 1914 marca el inicio de grandes cambios en el mundo. La Primera Guerra Mundial, seguida de la “gripe española”, la Gran Depresión, y finalmente la Segunda Guerra Mundial, transformaron el mundo por completo. En particular, el Estado mutó desde un agente liberal, principalmente asistencialista, a uno protector de derechos, redistribuidor, incluso desarrollista. Dicho cambio pudo deberse a nuevas corrientes de pensamiento – socialismo, sindicalismo, cooperativismo, Doctrina Social de la Iglesia. Quizás, fue por mera supervivencia – por ejemplo, el Plan Marshall y la Comunidad Económica Europea, precursora esta última de la actual Unión Europea, pueden verse como iniciativas para fortalecer la paz y economías del bloque capitalista, en contraposición al avance del socialismo liderado por la USRR. Sea el motivo que sea, en la práctica se expandieron los impuestos a los más ricos (tanto al trabajo como a la herencia), se nacionalizaron empresas, se promovió la infraestructura y la industria nacional, y se sentaron las bases de un sistema de bienestar.
Chile no estuvo ajeno a estas dinámicas. Desde las presidencias de Arturo Alessandri hasta Salvador Allende, Chile vivió un proceso prácticamente ininterrumpido de “desarrollo hacia adentro”, en contraposición al modelo liberal exportador, predominante en el siglo XIX. Por ejemplo, en respuesta a la caída de los precios del salitre y del cobre, producto de la Primera Guerra Mundial, el presidente Alessandri reforma profundamente el sistema tributario, estableciendo por primera vez en Chile un impuesto a la renta (1924) y al ingreso (1925). Él mismo promulgó también los primeros derechos sociales del trabajo (1924), las bases de un siempre tímido estado de bienestar chileno.
Mi tesis es que hay un paralelismo entre la actual crisis mundial y la que vivió el mundo hace casi 100 años. El neoliberalismo y la profundización de la globalización de las últimas 4 décadas ha dejado heridas profundas en nuestras sociedades. Las protestas recientes en Chile y otros países dan cuenta de ello. A la vez, vivimos como sociedad profundos desafíos, incluyendo los riesgos de la automatización (no tanto en la desaparición de trabajos sino en la precarización de estos) y la emergencia climática, algo ya palpable en nuestro país. Entonces, esta crisis, más allá de ser una oportunidad de reflexión individual, es verdaderamente una oportunidad concreta para transformar nuestras instituciones hacia un modelo de desarrollo sostenible (lo cual implica tanto justicia social como solidaridad social). En la práctica, es una verdadera oportunidad para crear por fin en Chile, entre otras cosas, un verdadero sistema de bienestar.
Que no nos engañemos. Los paquetes billonarios en apoyo de los trabajadores y empresas promovidos en Chile y el mundo, incluso por gobiernos de derecha (Trump, Boris Johnson, Piñera) no representan un verdadero cambio de tendencia. Esto queda en evidencia si miramos quién pagará dichas medidas. Dada la urgencia de la crisis, por ahora será el Estado el que se endeudará para pagarlas, pero en ningún caso se ha propuesto acompañarlas con los mayores impuestos al ingreso, a las herencias, a las transacciones financieras u otras medidas redistributivas. Tampoco se ha debatido sobre reformas profundas al sistema de salud (es de notar que el colapso de los hospitales, tan temido hoy por los médicos, es recurrente en invierno). Como están las cosas, a la larga dichos paquetes se pagarán como es usualmente, ya sea por la clase media o con austeridad.