Más de 6 mil nuevos libros se publican en el mundo cada día, según datos de la UNESCO, y cerca de 25 en Chile. O sea, un nuevo título cada una hora. La saturación de novedades y su caducidad instantánea en los escaparates es parte de la tercera revolución de la industria editorial, ahíta de vértigo en la era de internet.
Este alud de papeles y de bits ha puesto en entredicho hoy, más que nunca, el culto al libro desde la frivolidad y la cursilería. Aunque parezca contraintuitivo, son tiempos donde se lee más que en ninguna otra época, sobre todo si pensamos en ese libro expandido que son las redes sociales y su economía de la atención. El problema fundamental es qué se lee y cómo se lee.
Las homilías sobre la muerte de la lectura han atraído una atención mayor que la evidencia sobre el deceso principal: la muerte del criterio. Fácilmente se aprende a leer, pero en un universo hinchado de páginas y links, difícilmente se convierte alguien en un lector exigente y con criterio. Tenemos libertad para leer, pero los instrumentos para ejercerla escasean. Como en toda obra humana, hay muchos escritos deplorables y libros mediocres; así también, la patente de lector jamás ha entrañado superioridad moral alguna. Lector empedernido fue Hitler y también el terrorista Theodore Kaczynski, conocido como Unabomber.
Para decidir qué y cómo leer, hace falta una formación de largo aliento acrisolada en todos los espacios de socialización, fertilizada en las aulas, por supuesto, pero en las antípodas de la moralina imperativa y siempre arropada de crítica y deliberación. Una formación tan consciente de la brevedad biográfica para alcanzar a leer la infinitud de clásicos pendientes, como para disfrutar el genio del estilo o el hechizo de la trama, pero sobremanera, alerta en distinguir la ficción del engaño, las ideas de las ocurrencias, las baratijas políticas de los fundamentos ideológicos, la publicidad de la noticia y, cómo no, el glitter en la portada de un libro de la tripa de sus contenidos.