Al aceptar su nominación en el gabinete, Izkia Siches anunció que compatibilizaría su rol de madre con su trabajo a la cabeza del Ministerio del Interior. “Me siento muy honrada porque el presidente electo haya pensado en mí para asumir un cargo de tanta relevancia y lo voy a hacer con mi hija en brazos”, dijo. Luego, en una intervención durante el 8M, reivindicó explícitamente la necesidad de adecuar los espacios laborales para facilitar la lactancia materna. “Esperamos que en todos los recintos en donde nos desempeñemos como mujeres trabajadoras nunca exista un espacio en donde nos manden a un baño a sacarnos leche, donde nos restrinjan en nuestras libertades de alimentación, cosas básicas que hoy día siguen siendo una deuda”, sentenció. Y para disipar toda duda sobre su concepción de la función pública como algo no reñido con el cuidado, días después se la vio sentada, junto a su marido, amamantando a su hija en un acto cultural.
Habida cuenta de lo dicho y hecho por Siches, ¿cómo es que su decisión de hacerse acompañar a La Araucanía por su hija y por su marido se transformó en un verdadero affaire de Estado?; ¿por qué su voluntad de no confrontarse al dilema de elegir entre cuidar y desempeñar funciones públicas de alta exigencia y responsabilidad ha sido calificada, sin más, como una conducta contraria a la probidad, una desviación de recursos o fines institucionales; en resumen, un simple aprovechamiento?
Las explicaciones de lo anterior reposan sobre algo más profundo que los meros dividendos políticos. Remiten a una de las estructuras patriarcales más difíciles de remover a lo largo de siglos: la distribución inequitativa del cuidado; y su identificación simbólica y material con “la feminidad” y “lo familiar”. En efecto, el valor social de las mujeres depende hasta el día de hoy de una normatividad de la maternidad que no es ubicua, sino localizada en el espacio privado. Por eso -como lo saben de sobra muchas mujeres-, cuando la devoción maternal y la ética del cuidado amenazan con permear y redibujar el espacio público, dejan de ser consideradas virtuosas y se transforman en expresiones incómodas, defectos o despropósitos. De ahí que muchas de las formas de hostilidad que sufren las mujeres en espacios laborales se relacionen con su dedicación a funciones de cuidado.
Desprivatizar, redistribuir y democratizar el cuidado es fundamental para que el aumento de presencia femenina en esferas públicas, lograda gracias al impulso de las leyes de paridad, se estabilice en el tiempo. También lo es para capturar la complejidad y relevancia social de la experiencia de cuidar y ser cuidado. Tal como concluye María Eugenia Rodríguez Palop, académica y eurodiputada española: “Si las personas no son autónomas y autosuficientes sino dependientes y necesitadas, la actividad de cuidado ha de ser definida como una virtud cívica y como un deber público de civilidad, por cuyo cumplimiento ha de velar el Estado”.
Dra. Yanira Zúñiga.
Profesora de Derechos Fundamentales de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales.
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