En el vocabulario social la expresión “crisis” se ha multiplicado en sus usos y resonancias. Así, hablamos de la crisis sanitaria, de la crisis económica, de la crisis de representación y de la crisis o estallido social, entre otras. Pero, en general, no consideramos que la desigualdad de género sea, en rigor, una crisis igualitaria, aunque sobrepase con largueza los efectos temporales, geográficos y materiales de esas otras crisis. Solo unas pocas voces han subrayado que el aumento de la violencia intrafamiliar durante la pandemia, el retroceso de una década en la inserción laboral femenina o el notable incremento de la sobrecarga del trabajo no remunerado al interior de los hogares, implicaría que la crisis sanitaria se inscribe en una crisis todavía mayor, caracterizada por la desigualdad entre hombres y mujeres.
Nombrar los problemas es fundamental para politizarlos, es decir, para abrirlos a la discusión pública. En “La Mística de la Feminidad” (1963), Betty Friedan mostró que la falta de debate conspira contra la solución de la desigualdad género. Elocuentemente, ella bautizó a la insatisfacción de las mujeres de la posguerra con el rol de cuidadoras, impuesto como único destino femenino, como “el problema que no tiene nombre”. Friedan evocó un malestar que se expresaba en las sombras de las conversaciones íntimas, trizando el retrato social de la madre y la esposa feliz, con la timidez de quien se sabe transgrediendo un mandato inflexible. Al mismo tiempo, ella cuestionó que el acceso a mejores condiciones económicas por parte de las mujeres pudiera disipar ese malestar si dejaba intacta la distribución de roles género.
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Yanira Zúñiga Añazco
Profesora de Derechos Fundamentales – UACh