Si revisamos las obras de David Garland[1] o la más reciente de Deborah García[2], y a continuación examinamos la Ley Núm. 21.212 «que modifica el Código penal, el Código procesal penal y la Ley n° 18.216 en materia de tipificación del femicidio», podremos concluir que estamos ante la última manifestación en nuestra legislación penal del denominado modelo político criminal de seguridad ciudadana. En efecto, esta reforma se caracteriza por una prevalencia de los intereses punitivistas de las víctimas en detrimento del sistema de garantías y de las medidas de reinserción social; por una revalorización del componente aflictivo de las penas y, en especial, de la pena de prisión; por la ausencia de recelo ante el poder sancionatorio estatal y por una dosis nada despreciable de populismo y politización.
Este modelo ha sido abrazado no solo por políticas criminales conservadoras sino también, como ocurre en este caso, por (supuestas) posiciones progresistas. Así, el denominado bienestarismo penal punitivista, con la finalidad legítima de afrontar una situación de desigualdad, se caracteriza por acudir, entre otras medidas, a delitos que se fundamentan en una determinada cualidad de autor, en la disminución del sistema de garantías procesales y en la aplicación de penas desproporcionadas e, incluso, inhumanas.
Desafortunadamente, la política criminal contra la violencia machista contempla también medidas bienestarista de corte punitivista que suelen coincidir con las establecidas en el denominado modelo punitivista de reconocimiento de los derechos de las víctimas. Este modelo -heredero de una visión retributiva, preventiva (general y especial negativa) y/o expresiva de la pena- propone como mecanismo de reconocimiento de estos derechos un mayor rigorismo penal y una restricción de los derechos y garantías penales del acusado o condenado. Así, el sistema penal opera como un juego de suma cero, en el que cualquier ganancia de la víctima debe ser a expensas del acusado. Incluso, se muestra contrario a ciertas formas de justicia distributiva, como ocurre en Chile con los acuerdos reparatorios .
En el mismo sentido, puede comprobarse una actitud de tolerancia cero ante este tipo de conductas. No resulta infrecuente que quienes denuncian la vulneración de principios penales en nuestra legislación antiterrorista aplicada a los miembros de la comunidad mapuche, como los de proporcionalidad de las penas y presunción de inocencia, adopten, por el contrario, posturas punitivistas y de intolerancia respecto del acoso y violencia sexual en los campus universitarios. Sin duda, los grupos de presión relacionados con los grupos feministas han logrado que se aprueben una serie de medidas contra hechos que, hasta tiempos recientes, eran tolerados e invisibilizados por el Estado y la comunidad, pero si estas se aplican no en función de la entidad de la conducta, sino principalmente en relación con quién sea la víctima o el victimario o como medio para la consecución de una agenda política, ellas pueden derivar, paradójicamente, en prácticas discriminatorias.
No obstante, también podemos encontrar en el movimiento feminista propuestas no punitivistas de reconocimiento de los derechos de las víctimas que tratan de minimizar los efectos indeseados de la violencia machista con medidas centradas en la prevención primaria, resocialización y la justicia restaurativa. Así, esta forma de reconocimiento de las víctimas se centra en una serie de políticas destinadas a proteger a las víctimas más vulnerables, en las que la familia y la comunidad juegan un papel fundamental. Además, comparte con el garantismo penal el escepticismo respecto a la utilidad de la pena.
Ahora bien, este modelo no punitivista no implica el rechazo a cualquier medida penal. Sin duda, la victimología ha visibilizado en la violencia machista un plus en el desvalor del hecho o lesión del bien jurídico protegido que, hasta tiempos recientes, no era considerado por los delitos contra la vida o la integridad física. En este sentido, ha puesto de manifiesto que no es lo mismo matar a una mujer o pareja que hacerlo tras haber ocasionado a esta de manera sistemática todo tipo de vejaciones, maltratos, violencias psicológicas, etc.
Por el contrario, el modelo punitivista feminista propone la tipificación o agravación de una conducta en atención al sexo de su autor. Se ha intentado justificar estas medidas en cuestiones culturales de carácter estructural. Así, se entiende que, debido al proceso histórico de dominación del hombre respecto de la mujer, toda conducta violenta de este respecto de aquella supone necesariamente una manifestación de esta dominación o, en otras palabras, la mujer siempre se halla en una situación de dominación y subordinación respecto del hombre. Pero, precisamente, el derecho penal garantista y bienestarista se caracteriza por evitar que cuestiones estructurales justifiquen la imposición de una pena, es decir, una instrumentalización de la persona con fines políticos. Con toda seguridad es posible encontrar mujeres que no se encuentran en una situación de dominación y subordinación respecto de un hombre y, si por cualquier razón, este acaba con la vida de aquella, la desvaloración de su conducta debería centrarse en el hecho cometido y no en la consecución de un determinado programa político.
La incidencia de esta reforma, entonces, va más allá de los problemas constitucionales, político criminales y dogmáticos asociados a esta, ya que supone una implícita legitimación de las lógicas punitivas de nuestra política criminal. La reforma legitima tácitamente la legislación penal excepcional (tráfico de drogas, terrorismo, delitos contra la seguridad del Estado) y la pena de presidio perpetuo calificado.
Ahora bien, quizá todo el movimiento penal crítico de los últimos 60 años -que se ha caracterizado por un derecho penal mínimo o abolicionista, resocializador y, en los últimos tiempos, por incorporar a la víctima y a la comunidad en la solución del conflicto penal- estuviera equivocado y que el modelo penal de seguridad ciudadana constituya el mejor instrumento para erradicar la violencia machista. Este es el dilema al que nos enfrentamos los penalistas críticos con el poder punitivo del Estado.
[1] Garland, David (2002): The Culture of Control: Crime and Social Order in Contemporary Society, Oxford: Oxford University Press.
[2] García, Deborah (2018): La lógica de la seguridad en la gestión de la delincuencia, Madrid: Marcial Pons.