Según Boaventura de Sousa Santos, la democracia liberal fue concebida como un sistema de gobierno basado en la certeza del proceso y la incertidumbre de los resultados. Certeza e incertidumbre podían distribuirse equitativamente generando oportunidades similares para que diferentes ideas pudieran imponerse, de acuerdo con las preferencias ciudadanas. Pero, como es sabido, según qué democracia miráramos a lo largo del tiempo y de la geografía, la promesa de incertidumbre de los resultados podía desvanecerse.
Chile es un buen ejemplo de aquello. Por décadas, los resultados de las elecciones fueron predecibles, lo cual tornó irrelevante la métrica usada para anticipar el voto ciudadano. Poco importaba si los pronósticos electorales se basaban en encuestas, sondeos de opinión o puro olfato. Una sencilla ecuación, compuesta de ciertas reglas electorales, un reducido número de actores políticos, un padrón electoral estable y una conflictividad social centrada en las inequidades económicas, permitía que el eje derecha-izquierda, aun cambiando de ropajes y de nombres de fantasía, ofreciera una cartografía política confiable y sin vericuetos. La democracia chilena era en extremo parca, no ofrecía ni la zozobra ni el júbilo causados por un temor o por una ilusión repentinamente materializados. Así, la apatía electoral se fue extendiendo, como si fuera una especie de sentido común que susurraba al oído que las elecciones estaban “amañadas” sin necesidad de un fraude, bastaba la inercia, un estado de cosas que, a fuerza de estar “naturalizado”, se volvía una certeza inexorable.
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Yanira Zúñiga Añazco
Profesora de Derechos Fundamentales – UACh