En la segunda edición del Ensayo sobre los Principios de la Población, Robert Malthus formuló la siguiente parábola del banquete: el hombre al que su familia no puede mantener y cuyo trabajo la sociedad no necesita, no tiene derecho a reclamar auxilio. En el opulento banquete de la naturaleza no hay cubiertos para él. Si alguien lo acoge, se correrá la voz y aparecerán otros intrusos pidiendo el mismo favor. El salón será ocupado por la multitud; se alterará el orden, la abundancia devendrá en escasez, y la felicidad de los comensales será empañada por el clamor de una masa demandante. Los piadosos comprenderán demasiado tarde su error: haber ignorado la estricta orden de la anfitriona del festín -la naturaleza- de no admitir a los intrusos. Ella “queriendo que sus invitados quedaran saciados y sabiendo que las provisiones no alcanzaban para un número ilimitado de personas, rehusó muy humanamente admitir a los recién llegados”.
En su momento, dicha alegoría causó escándalo y fue suprimida de las sucesivas ediciones. No obstante, Malthus pasó a la posteridad por su teoría sobre el incremento poblacional y la hambruna. Su pensamiento sobre la desigualdad social también reverberó, pese al traspiés. “La ayuda a los pobres crea a los pobres que ayuda”, decía. “El pueblo debe verse a sí mismo como la causa principal de su sufrimiento […] Un pleno conocimiento de la causa principal de la pobreza es el medio más seguro de establecer sobre bases sólidas una libertad sabia y razonable. Si no prestamos atención a nuestros primeros intereses, es el colmo de la locura y la sinrazón esperar que el gobierno se ocupe de ellos”.
La propuesta de constitucionalización de la subsidiariedad me recordó esta segunda cara del malthusianismo. El recelo hacia lo estatal; la exaltación de las libertades, de las responsabilidades individuales (el trabajo, el mérito y el éxito individual) y de la cooperación (inter)individual y grupal, son distintivas de ella. ¿Para qué robustecer al Estado si es un elefante mientras que el mercado es ágil como una gacela?, se preguntan hoy muchos. ¿No hemos, acaso, construido un Chile solidario al margen del Estado?, agregan otros.
Es verdad que en toda sociedad hay formas de solidaridad y cooperación valiosas. En Chile destacan las “ollas comunes” y señeras obras benéficas. Pero el Estado social no puede descansar solo en ellas. Tampoco puede apostar a que el mercado ayudará siempre a los más necesitados en lugar de perseguir ganancias (la crisis de las Isapres es un buen recordatorio). El Estado social busca transcender la familia, la comunidad y el mercado como únicos gestores de riesgos sociales, transformar su cobertura en derechos y asegurar su provisión a través de una actividad estatal prioritaria, no excluyente. Si reclamamos la presencia estatal para asegurar el orden, no parece tan descabellado que nos apoye frente a la precariedad. No vaya a ser que por no hacerlo nos quedemos bajo la mesa del banquete.
Dra. Yanira Zúñiga.
Profesora Titular del Instituto de Derecho Público.
Columna de opinión publicada en el diario La Tercera