En un inserto publicado en un diario nacional, un grupo de juristas critica el borrador preliminar de nueva Constitución por, entre otras cosas, “transgredir la tradición constitucional occidental y chilena”, propiciar “vacíos o problemas de hermenéutica que pueden llevar a conflictos graves” y constituir un “intento refundacional o maximalista”. Quiero examinar algunos de estos lapidarios juicios.
La primera acusación sugiere que el mencionado borrador estaría fuera de regla, se apartaría de una forma prefijada que definiría “el (deber)ser” de las constituciones. Sin embargo, estas son normas “vivas”. Sus cláusulas y las interpretaciones que se tejen a su alrededor cambian. Así, por ejemplo, el paradigma liberal, basado en la libertad, la propiedad y la abstención estatal -otrora hegemónico en el mundo y aún con buena salud en Chile- viene siendo desplazado por el paradigma social, emergido y desarrollado durante el siglo XX. Este último transformó al Estado en el prestador principal de servicios para satisfacer necesidades básicas (de ahí también la creciente burocratización), y colocó a la igualdad en el centro de la preocupación constitucional, en detrimento del protagonismo tradicional de las libertades.
Como observa el constitucionalista alemán, Peter Häberle, cuando eclosiona un nuevo paradigma, a resultas de transformaciones o tensiones sociales que remecen el ecosistema moral, político y jurídico en el que habitan las constituciones, lo hace bajo la forma de un “pedazo de utopía”. Algo así como un injerto, que puede permanecer en estado de latencia, e interrumpe abruptamente un lenguaje y un diseño institucional que nos resultaba familiar. Esos “pedazos de utopías”, todavía en construcción (Ferrajoli alude, por ejemplo, a la necesidad de avanzar hacia un constitucionalismo de los bienes fundamentales, en el que el agua y otros recursos vitales sean preservados como bienes comunes debido a que, en la práctica, han dejado de serlo), han dinamizado históricamente al Derecho Constitucional sintonizándolo con necesidades y agendas cambiantes.
Por tanto, la dogmática (el saber técnico sobre las normas constitucionales) no está llamada a conservar un lenguaje o ciertos arreglos institucionales contingentes. Según Häberle, su función es “sostener” una red eminentemente evolutiva de derechos y garantías, tejida con distintas hebras sobre los cimientos básicos del estado democrático de derecho. Así, la tradición constitucional no se opone a la expansión y diversificación de contenidos y lenguaje; pivota sobre paradigmas, antiguos y nuevos, que entran en conflicto (por eso hay técnicas constitucionales específicas para resolverlos, como la ponderación) y alienta utopías, es decir, ejercicios de distinto cuño de reingeniería socio-institucional. Algunas de esas utopías nutrirán nuevos paradigmas que llegarán para quedarse y otras, de ser defectuosas, serán “remendadas”, en cambio, por la dogmática constitucional.
Dra. Yanira Zúñiga.
Profesora de Derechos Fundamentales de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales.
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