La revelación de los detalles de la muerte de Fernanda Maciel ha causado, naturalmente, dolor e indignación entre sus familiares y cercanos. Cuando observamos impotentes que niñas y mujeres son asesinadas por sus familiares, novios, maridos y amigos (como ocurrió con Fernanda) es probable que nos sumemos a esa ira. Las iras encarnan la idea de una gran injusticia dirigida respecto de alguien o algo que nos preocupa profundamente. Pero, la obligación estatal de combatir la violencia de género no consiste en apaciguar esas iras, sino en prevenir las causas y reparar los efectos de la violencia. No hay duda de que la violencia cruenta padecida por Fernanda Maciel debe ser adecuadamente ponderada al momento de establecer una sanción para su agresor. Sin embargo, el recrudecimiento del castigo -las penas ejemplarizantes- no son una suerte de remedio mágico que deshaga el daño o restablezca el equilibrio quebrado por la violencia. Las penas ejemplarizantes no extinguen las violaciones, maltratos y asesinatos que sufren las mujeres, ni reparan los estragos que éstos dejan.
Al focalizarse en el castigo penal, la dimensión estructural de la violencia se diluye y es sustituida por una convergencia trágica de las biografías de la víctima (¿acaso no vimos cómo los medios de comunicación escarbaron en la vida y hábitos de Fernanda?) y del victimario. Es obvio que los agresores no son simples títeres movidos por las fuerzas sociales. Pero -como observa J. Butler- al tomar sus actos como el punto de partida y de llegada del fenómeno de la violencia, eludimos interrogarnos sobre qué tipo de mundo les “da forma” a tales sujetos; nos contentamos con pensar que son seres patológicos o malvados y omitimos el rol de las estructuras sociales en la desprotección de las víctimas. Las preguntas formuladas por la familia de Fernanda (¿Por qué no se realizaron ciertos peritajes?, ¿por qué se “culpabilizó” a la víctima?) quedan también sin respuesta.
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Profesora de Derechos Fundamentales – UACh