La columna que el abogado Ricardo Escobar publicó en La Tercera sobre la presidenta del Colegio Médico, Izkia Siches, titulada “La Política, la Zorra y el Cuervo” generó una ola de críticas que apuntaban a su contenido sexista y/o misógino. En una segunda columna Escobar, en una especie de acto fallido de disculpa pública, arguye que entre quienes lo criticaron “hay un sesgo machista (sic) en la lectura. Uno que busca atribuir un comportamiento, una intención abusiva del hombre a todo lo que se mueve”.
Escobar critica que no se haya buscado en sus palabras “otra interpretación más básica, más natural” y afirma que esta falta de caridad interpretativa “hace suponer que además del sesgo lógico, puede haber aprovechamiento de la oportunidad para lograr una agenda. Promover la causa feminista con cada ocasión”.
Quiero aprovechar esta polémica para explicar las ideas de sexismo y misoginia. En este marco, ofreceré argumentos para sostener que la interpretación más plausible de los dichos del Escobar es aquella que asume que se trata de un discurso sexista e, inclusive, misógino.
Aunque es frecuente que en el lenguaje coloquial sexismo y misoginia se utilicen como sinónimos, es decir, de manera relativamente intercambiable, en varios trabajos de teoría feminista aparecen como conceptos distintos. En una obra publicada recientemente (Down Girl. The Logic of Misogyny, 2018) Kate Manne sostiene que la misoginia es una propiedad de los sistemas o entornos sociales que se manifiesta como hostilidad dirigida a las mujeres que se apartan o desafían las normas patriarcales. Según Manne «la esencia funcional de la misoginia» es la aplicación coercitiva de las normas patriarcales. Por tanto, la misoginia no es una odiosidad indiscriminada hacia cualquier mujer, una aversión colectiva contra todas las mujeres sino una animosidad respecto de aquellas que adoptan conductas que son percibidas como subversivas en relación con las normas patriarcales.
El sexismo es (como el racismo) una ideología basada en una justificación del orden de género, que descasa en una supuesta superioridad natural de los hombres en relación con las mujeres. Como tal, el sexismo no requiere hostilidad, aunque eventualmente podría servirse de esta. Puede vehicularse a través de la romantización o idealización de la sumisión de las mujeres, como cuando se dice que el cuidado o el amor de una madre no tienen parangón para justificar que solo las mujeres se encarguen de las tareas domésticas. O mediante las costumbres como, por ejemplo, la diferencia de trato que se les dispensa a las mujeres en relación con los hombres, ellas tratadas mediante diminutivos o nombres propios y ellos mediante su apellido y/o su título (ej. Izkia y Dr. Paris).
También se puede expresar a través de los estereotipos, como cuando se asume que la emocionalidad femenina implica pérdida de racionalidad o que los hombres no pueden reprimir sus instintos sexuales. De hecho, la expresión “mansplaining”, acuñada por la escritora Rebecca Solnit para referirse a la conducta de ciertos hombres que explican condescendientemente a mujeres cosas que los primeros asumen que estas últimas no saben (incluyendo situaciones tan risibles como el dolor de un parto, en qué consiste ser mujer, o qué es realmente el feminismo) correspondería también a una manifestación de sexismo.
El sexismo se enraíza en lo que Iris Young denomina el imperialismo cultural, es decir, “la universalización de la experiencia y la cultura del grupo dominante”, lo que produce, a su turno, la invisibilización y la degradación simbólica de quienes forman parte del grupo dominado. Por lo mismo, el sexismo no precisa de la hostilidad para imponerse, tampoco de la violencia, al menos no de la violencia tal como la comprendemos habitualmente. En La Dominación Masculina el sociólogo Pierre Bourdieu explica que la posibilidad de que un orden hegemónico se mantenga en el tiempo depende de su capacidad de generar un patrón simbólico-cognitivo (en buenas cuentas, una manera de mirar y comprender el mundo social), que es admitido tanto por el dominador como por el dominado. Esto ocurre a través de lo que el mismo autor califica como la violencia simbólica, es decir, una clase especial de violencia, atenuada, la mayor parte de las veces invisible para las víctimas, en la que se afirma y actualiza la preeminencia universalmente reconocida de lo masculino en las distintas estructuras de la vida social. Ya principios del siglo XX, Virginia Woolf advertía que el engrandecimiento de lo masculino se producía a través de la degradación de lo femenino. En su célebre ensayo, “Un cuarto propio”, ella señala: “hace siglos que las mujeres han servido de espejos dotados de la virtud mágica y deliciosa de reflejar la figura del hombre al doble de su tamaño natural”.
En consecuencia, tanto hombres como mujeres podemos participar de la reproducción de ese patrón cognitivo, consciente o inconscientemente. Desde esta perspectiva, es correcto sostener que muchas mujeres contribuyen al machismo al reproduje ciertos patrones tradicionales de crianza. Pero es importante observar – sobre todo porque la afirmación anterior se realiza comúnmente para culpabilizar a las mujeres de su propia opresión y para justificar esta – que el sexismo, como toda jerarquización social, a la larga favorece a quienes forman parte del grupo dominante, no a quienes se encuentran en posición subalterna, creando privilegios injustos. Esto explica que todos los órdenes sociales de dominación sean difíciles de transformar porque implican que quien ha ejercido históricamente poder social se desprenda voluntariamente de este y de sus ventajas.
En suma, tanto sexismo como misoginia buscan estabilizar el orden social de género. Pero, la misoginia, en particular, se caracteriza por un componente de hostilidad que se proyecta sobre quienes desafían los parámetros de la buena feminidad.
Conviene aclarar que la hostilidad, propia de la conducta misógina, se puede manifestar explícita o veladamente. Los discursos del actual presidente estadounidense, Donald Trump, ofrecen muchos ejemplos del primer tipo. Al inicio de su campaña electoral Trump arremetió contra una periodista de la cadena FOX que le reprochó hablar de “cerdas gordas” y “perras” para referirse a las mujeres. Estele espetó a la periodistaque ella debía de estar de mal humor porque le salía “sangre de salve sea la parte” (en referencia a su periodo menstrual). Trump también publicó, en medio de la campaña a la Casa Blanca, un tweet sobre su contrincante Hillary Clinton en el que decía de ella: «Qué mujer tan asquerosa». «Si Hillary no puede satisfacer a su esposo (al parecer en referencia al caso Lewinsky), ¿cómo pretende satisfacer a Estados Unidos?”
La hostilidad de la misoginia puede también manifestarse de formas menos explícitas. De hecho, dado el avance de los movimientos sociales de igualdad y su repercusión en el establecimiento deciertas condiciones de debate en la esfera pública contemporánea, no solo la misoginia sino la xenofobia y la homofobia tienden a enmascararse.
Esto me lleva a la columna de Escobar. No hay duda de que el lenguaje se interpreta contextualmente. Las y los juristas lo sabemos especialmente. Siendo así, lo primero que llama la atención de la mencionada columna es el uso de dos expresiones que en el lenguaje coloquial de Chile (así como en otros países) se utilizan para proferir insultos: zorra y mona. La expresión “zorra” es usada habitualmente para referirse a la entrepierna de una mujer, a una prostituta o mujer promiscua, a una mujer calculadora, o a una mujer que le ha “robado” el hombre a otra (fuente: diccionario chileno). Mientras que la expresión “mona” a menudo es utilizada como insulto clasista. En este sentido, es importante tener presente que la presidenta del Colegio Médico ha venido sufriendo creciente hostilidad en redes sociales debido a sus orígenes sociales y/o sus rasgos físicos.
Y es en medio de todo ese contexto que Escobar pretende convencer a quienes lo han criticado que él no percibió (ni podía hacerlo) que las referidas expresiones en su columna pudieran ser interpretadas de acuerdo con estos usos lingüísticos. Y, en cambio, sostiene que debieron haber sido entendidas como un encadenamiento de razonamientos zoológicos, puramente casual, cuyo objetivo era destacar “la inteligencia y astucia” de la actual presidenta del Colegio Médico y su interés (solapado) de transformarse en candidata de la próxima elección presidencial chilena.
La contundente réplica que recibió la columna de Escobar de parte de un numeroso grupo de abogadas (ver “Las zorras”) demuestra que hay buenas razones para interpretar sus dichos en clave misógina. La experiencia de la degradación y de la humillación a través de prácticas discursivas masculinas aparentemente inocentes (como una broma, el uso de un lenguaje sexualizado o la abierta falta de interés por los puntos de vista e ideas femeninas), es parte de la vivencia de ser mujer. Las mujeres que son parte de contextos altamente masculinizados — como ocurre con la profesión jurídica— las experimentan con mayor frecuencia y actualmente tienden a dar mayor reporte de estos hechos. De manera que lo que nos muestra la carta de las abogadas es justamente lo que ha permanecido ignorado: la interpretación de las mujeres sobre esas prácticas.
En efecto, uno de los éxitos del movimiento feminista ha sido la concienciación y la denuncia colectiva de la proliferación de la hostilidad solapada contra aquellas mujeres que desafían, reclaman, se empoderan, es decir, subvierten el mandato de género de la pasividad y el silencio. Así, lo que ha cambiado no son las prácticas misóginas sino la interpretación colectiva de ellas. Tales prácticas, dolorosas y estigmatizadoras para muchas mujeres, de más en más, son des-inscritas de las biografías de las afectadas y miradas como un fenómeno social, particularmente presente en ambientes masculinizados y que afecta prevalentemente a las mujeres que desafían el poder social masculino. Ejemplos de lo anterior son la reacción colectiva de rechazo al regalo de una muñeca inflable al Ministro de Economía en una reunión de empresarios, ocurrida en Casa Piedra, en 2016; y la mayor cobertura mediática a los incontables episodios de misoginia sufridos por la expresidenta, Michelle Bachelet.
Una estrategia, relativamente exitosa, promovida por el feminismo para apreciar el significado de género de esta clase de prácticas ha sido el ejercicio de la inversión de sujetos. Este consiste en invitar a quienes observan un determinado intercambio comunicativo que involucra a una mujer a hacer la conjetura sobre si un cierto tipo de discurso o trato se habría aplicado de todas maneras si el destinatario de esa interacción social fuera un varón. A menudo, este ejercicio devela un significado hostil que nos cuesta identificar porque se encuentra entretejido en prácticas normalizadas.
Por último, dada la creciente popularidad de Izkia Siches y la posibilidad, evocada principalmente por miembros del gobierno y por otras columnas ligadas a entornos conservadores, de que su capital de credibilidad pueda transformarse en plataforma presidencial, pareciera ser que no puede descartarse que la hostilidad que ella viene sufriendo se relacione directamente con su potencial como figura política. Si esto fuera así, sería todavía más preocupante. En América Latina, en especial, se han multiplicado en las últimas décadas las hostilidades, más o menos abiertas, contra liderazgos políticos femeninos al punto de generar incipientes fenómenos de regulación de estas conductas. Así, por ejemplo, la Ley boliviana 243 contra el Acoso y la Violencia Política hacia las Mujeres, de 2012, regula diferentes acciones de presión, hostigamiento y amedrentamiento, hechas de manera directa e indirecta, contra candidatas y mujeres que ocupan cargos políticos con miras a expulsarlas de estos ambientes. Es decir, se trata de verdaderas estrategias, muchas veces concertadas, de evicción de las mujeres de la política formal, las que afectan tanto los derechos de estas mujeres como la calidad de la democracia.
Fuente: CIPER – Opinión
Profesora de Derechos Fundamentales – UACh