Las y los autores se consignan al final del texto.
Las demandas impulsadas en las últimas movilizaciones estudiantiles previo a la pandemia, ampliaron el marco de reivindicaciones, interpelando a las instituciones de educación superior a hacerse cargo de la Salud Mental de los estudiantes. Ante esta solicitud, cabe preguntarse ¿Cuál es la salud mental que reclaman los estudiantes a la Universidad? Y ¿qué papel le cabe a la Universidad en esta demanda, sin que ello implique reemplazar las responsabilidades de las instituciones de salud?
Responder a esta pregunta no es tarea fácil dada la amplitud del concepto. Sin embargo, varias investigaciones muestran que al momento de preguntar qué se entiende por salud mental, se tienden a pensar en estados no placenteros (pesar, frustración, angustia) y en cuadros clínicos de enfermedad mental (CIPER Académico, 2020), más que atender a los factores multicausales que contribuyen a estados de bienestar, tal como lo define la Organización Mundial de la Salud y gran parte del cuerpo legal al respecto.
Al revisar las demandas estudiantiles en torno a salud mental, vemos que refieren a un malestar asociado a las exigencias académicas en contextos adversos: sobrecarga académica, necesidad de compatibilizar estudios con trabajo u otros roles, dificultades socio-económicas familiares (pérdida de empleo ya sea del estudiante o de familiares proveedores, enfermedad de algún familiar significativo), dificultades para encontrar residencia, falta de redes de apoyo y/o desvinculación por traslado desde ciudades de origen. Estas se convierten en las razones más referidas por estudiantes en los distintos canales de comunicación: justificación para solicitud de suspensiones de estudios, petitorios estudiantiles y conversatorios sobre la temática de salud mental.
Al respecto, expertos nos advierten que, al reducir el malestar antes descrito sólo a una lógica clínica, se corre el riesgo de invisibilizar las condiciones institucionales, socioeconómicas y culturales que se reconocen y son fundamentales para la calidad de vida y bienestar o, lo que algunos llaman, salud mental de las personas y grupos (Amarante 2001; 2007). En otras palabras, la alusión a la salud mental centrada exclusivamente en los aspectos clínicos de la enfermedad, reduce el carácter multidimensional de las problemáticas que hoy enfrentan las sociedades, en especial a las y los jóvenes. Dicha reducción trae consigo efectos perversos, entre otros, alimenta la idea que son las universidades, sus procesos, dinámicas, directivos y docentes, la causa directa de estos problemas y que, en ellas, se puede (y debe) encontrar también la solución.
Al respecto, la psicología social plantea que no sería suficiente focalizar las acciones en el manejo de las propias emociones o en discursos de felicidad y de éxito, para contrarrestar causas (sociales, políticas, económicas y culturales) que desbordan las posibilidades individuales (Nobile, 2017).
Aun cuando hay muchas divergencias en cuanto a qué es y cómo se puede promover la salud mental, hay algo en lo que hay acuerdo entre los expertos: la salud mental es un fenómeno complejo donde confluyen múltiples causas y efectos, por lo que no es posible establecer relaciones causales definitivas. Esto, porque la propia categoría salud mental es problemática. La psiquiatría reconoce que los problemas de salud mental tienen cualidades distintas a las de la enfermedad física, lo cual implica procesos de diagnóstico, tratamiento y pronóstico diferentes, aun cuando en el imaginario social se tiende a pensar que son similares. Las limitaciones del modelo médico tradicional para el abordaje de los problemas de salud o enfermedad mental, han hecho del asunto un ámbito donde convergen distintos saberes: ciencias biomédicas, ciencias de la conducta, ciencias sociales, entre otras, en un marco más amplio de comprensión de los sujetos como individuales y colectivos.
Ya desde los años 60´s autores como Basaglia en Italia y Szasz en Ingraterra plantearon los problemas epistemológicos y metodólogicos a la base de la psiquiatría y luego, más recientemente, autores como Rose en Inglaterra, Lópes-Petit en España y Byung-Chul Han en Alemania, han problematizado la categoría ‘Salud Mental’ por sus efectos disuasivos del malestar social, por cuanto lo reconvierten en un problema individual. Como salud mental es de esas expresiones que tienen un significado fuerte que remite, en su reverso, a lo patológico, al caracterizar la incomodidad, la frustración o la preocupación, así como las barreras derivadas de las desigualdades como problemas de salud mental, se las pone en el orden de lo patológico, lo anómalo, y se les trata como emociones a desactivar y no politizar.
¿Qué nos dicen las estadísticas epidemiológicas respecto de la salud y la enfermedad mental en Chile? Según un informe de la OMS del año 2017, en Chile el 6,5% de la población presenta trastornos de ansiedad y el 5% trastornos depresivos, lo cual está por sobre el promedio a nivel mundial (3,6% para trastornos ansiosos y un 4,4% para trastornos depresivos). Estos datos, sin embargo, son concordantes con hallazgos que apuntan a la relación entre determinadas condiciones y mayores tasas de este tipo de cuadros: países con menores ingresos, altos niveles de pobreza, altos índices de desempleo o precaridad laboral, altos niveles de consumo de alcohol y drogas, además de un bajo presupuesto en salud destinado a este tema. Sobre esto último, cabe señalar que en Chile del total de presupuesto en salud sólo el 2,18% se destina a salud mental, lo cual está por debajo del promedio de los países de ingresos medios (2,38%) y muy por debajo del promedio de países con altos ingresos (5,1%). En suma, los datos dan cuenta que los trastornos de salud mental son mayores que en países de altos ingresos lo que se podría explicar por condiciones sociales estructurales.
Respecto del suicidio, también se observa una tendencia en aumento en las últimas dos décadas, contrario a lo que ocurre en países OCDE (Vidal et al, 2021). Sin embargo, contrario a lo que se podría esperar, durante la pandemia se observó una disminución de casos, lo cual se podría explicar con base en estudios en otras situaciones de crisis o catastrófe donde se ha observado que la experiencia compartida lleva a fortalecer los vínculos sociales y generar estrategias de apoyo mutuo (CIPER académico 2021).
Con todos estos antecedentes sobre la mesa, podemos pensar que los problemas de salud (o enfermedad) mental no son algo exclusivo de estudiantes universitarios, sino que un problema en aumento a nivel mundial y con un peso importante en Chile en general. Asimismo, podemos concordar que, además de la sobrecarga académica, habría que considerar otros aspectos tales como la pobreza, el desempleo o la precariedad laboral, el gasto en salud en general y en salud mental en particular y, finalmente, el tipo de sociedad en la que vivimos. Esto sería concordante con el actual Plan Nacional de Salud Mental y Psiquiatría (MINSAL, 2017) que para el abordaje de los problemas de Salud Mental propone una red territorial donde participen distintos actores, entre ellos las instituciones de educación, pero cada uno desde su rol específico y en articulación con los dispositivos de salud especializados.
Con todo esto, cabe ahora preguntarse qué rol le compete a la Universidad en tanto institución educativa; cómo la Universidad puede contribuir desde su quehacer educativo a una problemática cuya complejidad interpela a diversos sectores. Al respecto, las respuestas institucionales exitosas han construidos Políticas de Bienestar Estudiantil, que permiten la planificación, la gestión de los presupuestos institucionales y la articulación con instituciones públicas, fortaleciendo con ello la vida universitaria. Nuestra Universidad, ¿cuenta con una política de bienestar estudiantil que permita tomar decisiones a largo plazo y con una mirada compleja de la situación estudiantil?
¿Sabemos cómo construir una respuesta de toda la comunidad universitaria al problema que se espera atender? ¿conocemos casos exitosos en países similares para problemas similares? ¿qué expectativas levantaremos y cómo las absorberemos? ¿nuestra Universidad cuenta con una política de bienestar estudiantil que permita tomar decisiones a largo plazo y con una mirada compleja de la situación estudiantil?
Firman la columna las siguientes personas:
- Jimena Carrasco M., Dra. en Psicología Social, Académica Instituto Aparato Locomotor y Rehabilitación, Facultad de Medicina.
- Marcela Apablaza S., Dra. en Educación, Académica Instituto Aparato Locomotor y Rehabilitación, Facultad de Medicina.
- Edwin Krogh R., Médico Psiquiatra, Instituto Neurociencias Clínicas, Facultad de Medicina
- Marcela Traub, Médico familiar y comuitaria, Instituto de Salud Pública, Facultad de Medicina.
- Macarena Lamas, Psicóloga, Dra. en psigología educacional, Instituto de Estudios Psicológicos, Facultad de Medicina.
- Carmen Gloria Muñoz, Dra. en Salud Colectiva y Medicina Social, Académica Instituto Aparato Locomotor y Rehabilitación, Facultad de Medicina.
- María José Rojas Solis, psicóloga, coordinadora de la Unidad de Acompañamiento y Orientación Estudiantil. Facultad de filosofía y humanidades. Universidad Austral de Chile.
- Javier Campos, sociólogo, Doctor en Educación y Justicia Social. Instituto de Ciencias de la Educación, Facultad de Filosofía y Humanidades.
- Daniela Olivares A., Dra © en Ciencias Sociales, Académica Instituto Aparato Locomotor y Rehabilitación, Facultad de Medicina.
- Eugenia Pizarro T., Dra © en Ciencias Sociales, Académica Instituto Aparato Locomotor y Rehabilitación, Facultad de Medicina.
Foto: Pablo Slachevsky