En los últimos meses, hemos visto un incremento de la referencia a la violencia en los discursos políticos chilenos. Así, la frase “hay que condenar la violencia venga de donde venga” se ha transformado en una especie de mantra político. Las justificaciones para adoptar tal o cual posición respecto del plebiscito (tanto apruebo como rechazo) han sido también presentadas como posiciones en favor o en contra de la violencia.
A primera vista, la aversión a la violencia estaría en el centro del proyecto político moderno. Para el contractualismo clásico, la legitimidad del monopolio estatal de la fuerza, como potestad punitiva, deriva precisamente del deseo de los individuos de escapar de la violencia. En efecto, en el pacto social estos intercambian una cuota de libertad por la expectativa de una convivencia pacífica. Pero, basta revisar la historia reciente, especialmente del siglo XX en adelante, para caer en cuenta que la violencia se ha multiplicado en lugar de decrecer.
Byung-Chul (2016) destaca que la violencia es de esas cosas que no desaparecen, más bien se transforman. Según este autor, lo que habríamos logrado reducir no es la violencia per se sino su teatralidad (la ejecución en la plaza pública), es decir, su ostentación. La violencia sangrienta se habría, en realidad, escondido, desplazado a la periferia, incluso “higienizado” (por ejemplo, a través de las cámaras de gas), pero no habría desaparecido. Su pérdida de protagonismo como instrumento de control social y político habría sido contrarrestada por la multiplicación de técnicas de dominación interiorizadas por sus destinatarios, las cuales actúan entretejidas con estructuras económicas y sociales.
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Yanira Zúñiga Añazco Profesora de Derechos Fundamentales – UACh