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Dado que el hecho de generar la información constituye el principal problema y que la ciencia es la principal fuente de información, la mayor preocupación de la sociedad post-industrial es organizar las instituciones científicas, las universidades y demás centros de investigación. El poder de las naciones está ligado a su capacidad científica’ (Bell, Daniel, The Corning of the Post-Industrial Society: A Venture Social Forecasting, Basic Books, Nueva York, 1975, p. 119).
En nuestro país, no es necesario realizar análisis profundos y acabados para identificar dónde reside la base científica y tecnológica. En efecto, evidencia objetiva indica que las Universidades del Consejo de Rectores de las Universidades Chilenas (CRUCh) aportan aproximadamente un 90% de la investigación científica-tecnológica y a la vez forman al 85% de los doctores del país. Un dato muy relevante es que 20 de las 25 Universidades del CRUCh (sin contabilizar a las dos estatales de reciente creación) tienen su casa matriz en Regiones, interactuando directamente con los sectores exportadores más relevantes. Históricamente, las Universidades del CRUCh han sido las socias fundamentales del Estado para contribuir al desarrollo territorial del país. Esta exitosa vinculación entre la academia más comprometida y productiva con el Estado no se reconoce -ni mucho menos se refuerza- en el Proyecto de Reforma enviado al Congreso, lo que debiera ser motivo de máxima preocupación para toda la ciudadanía.
Aun cuando los Gobiernos de nuestro país han visualizado y reconocido este ciclo virtuoso establecido entre Universidades tradicionales y el Estado desde hace más de cien años, de un tiempo a esta parte se viene manifestando una clara tendencia a la baja en materias de impulso al desarrollo de la ciencia y la tecnología. Ello se materializa en los bajos presupuestos destinados a financiar iniciativas en esta materia, en abierta contradicción con la necesidad de generar nuevos estados de desarrollo sostenible que le permitan a nuestra sociedad acceder a una mejor calidad de vida. Un ejemplo de ello es que, sólo en cuanto a nuestros países vecinos, Brasil invirtió el año 2013 un 1,24% de su PIB, Argentina un 0,61% y Chile sólo un 0,39%; muy lejos de países con los que se compara como por ejemplo Nueva Zelandia y Finlandia, quienes invirtieron ese año 1,17% y 3,30% respectivamente (datos del Banco Mundial).
La poca claridad y convicción con que ha sido enfrentada la Política Pública en esta materia genera importantes preocupaciones respecto del futuro y sostenibilidad de nuestro modelo de desarrollo, toda vez que una economía basada en recursos naturales, como la que ha sustentado dicho modelo hasta ahora, está registrando crecimientos marginales decrecientes propios de una estructura madura que debe resignificarse. En efecto, dar un salto a un modelo con mayor nivel de sofisticación demanda necesariamente la generación de nuevo conocimiento y tecnologías que permitan, junto con la formación de capital humano avanzado, dar soporte a un modelo con mayor capacidad de oferta y captura de valor para la nación.
Un contexto donde se plantea reformar la Educación Superior y crear un Ministerio de Ciencia y Tecnología, genera una oportunidad única para establecer una Política de Estado con una visión de largo plazo y prospectiva respecto a esta materia y debe abordarse con la mayor seriedad y compromiso. Dicha Política de Estado debe ser sustentada en una estrategia de desarrollo para ciencia y tecnología que dé volumen, sentido y orientación al presupuesto nacional en esta materia, permitiendo a sus actores, Universidades del CRUCh y Centros de Investigación, proponer rutas de desarrollo investigativo capaces de otorgar soluciones pertinentes, pero también abriendo rutas para descubrimientos relevantes capaces de cambiar el futuro.
Desde la Universidad Austral de Chile, hemos sostenido en diversos foros y oportunidades, que los actuales instrumentos de financiamiento de la investigación científica y tecnológica del país imponen la generación sistemática de proyectos conservadores. En efecto, los investigadores asumirán poco riesgo y no serán rupturistas a la luz de los bajos presupuestos de CONICYT y CORFO, repartidos en condiciones de enorme competencia para la adjudicación de proyectos que, a su vez, en la abrumadora mayoría de los casos contemplan pocos años de ejecución, no son renovables e involucran recursos relativamente modestos. Es virtualmente imposible romper paradigmas en un sistema de estas características, lo cual a su vez se asocia a bajos grados de innovación e impacto.
Finalmente, estamos convencidos que en los albores de este nuevo siglo, nuestro país necesita una Reforma de la Educación Superior, un Ministerio de Ciencia y Tecnología y mayor inversión del PIB en desarrollo científico y tecnológico. Pero no a costa de debilitar a los principales actores comprometidos en estos procesos sino, muy por el contrario, reforzando nuestro sistema universitario de investigación y postgrado. Todo el país sabe muy bien que los actores clave han sido y continúan siendo las Universidades del CRUCh y Centros de Investigación… La pregunta es: ¿Lo saben también los tomadores de decisiones? Daniel Bell tuvo la capacidad de expresarlo con nitidez hace más de 40 años: ¡Necesitamos organizar las instituciones científicas, las universidades y demás centros de investigación!