Que dudas cabe. La llamada “Asamblea Constituyente” se ha transformado en un lugar común en estos días, tras el cual corren numerosos constitucionalistas, intelectuales y organizaciones de la sociedad civil hasta transformarse en una bandera de lucha de muchos de los que hoy se manifiestan en las calles y que reza así: “Sin participación no hay Constitución legítima. Asamblea Constituyente”. Cabe, sin embargo, preguntarse críticamente si esta instancia de elaboración de una nueva Constitución se condice con la legitimidad democrática que se le atribuye y que requiere el país. Ello presupone previamente responder la pregunta: ¿Qué es asamblea? En el seminario del semestre de verano de 1944, el pensador alemán Martin Heidegger se abocó intensamente a reflexionar sobre esta cuestión al analizar el fragmento 50 del filósofo de la antigüedad griega Heráclito. Según su interpretación, el pensamiento es inseparable del abrigo de la palabra que es “asamblea”, esto es –según Heidegger- reunión, recolección, cosecha. Todo lo que estaría contenido en el griego antiguo legein. Por cierto, el castelllano privilegia sólo la forma sustantiva allí donde el francés (rassembler) y el alemán (sammeln) mantienen viva la forma verbal del griego que se acerca al verbo castellano “reunir”. Se trata pues de una voz omnicomprensiva. Llevado al terreno político ello implicaría una reunión con la participación deliberativa de todos los ciudadanos que permite “cosechar” la diversidad de apreciaciones con miras a lograr una decisión común. De un punto de vista constitucional, dicha decisión consistiría en adoptar las reglas fundamentales que debe normar nuestra vida en común. Su legitimidad democrática descansaría en la siguiente premisa: si la soberanía descansa en el pueblo, luego corresponde a éste autogobernarse. Sin embargo, al examinar en detalle el concepto de Asamblea Constituyente -que se esgrime en la actualidad- se podrá advertir que, en cualquiera de sus distintas variaciones, éste consiste en que el pueblo designa un cuerpo de representantes llamados a redactar la nueva Constitución. En síntesis -al contrastar etimología y concepto jurídico- se advierte lo siguiente: la Asamblea Constituyente no es asamblea.
La Asamblea Constituyente corresponde así a un tipo de democracia representativa. Esta última ha sido criticada por su abstracción al introducir una brecha entre el pueblo representado y representantes: los candidatos con más recursos están en condición de financiar campañas exitosas, los representantes electos promueven sus propios intereses una vez elegidos, los candidatos con más capital cultural están en condiciones de dominar el debate e imponer sus propuestas, promueve la desigualdad al privilegiar fórmulas de mayoría que posterga a las minorías marginadas, entre otras observaciones. Frente a esta crítica se ha respondido que un diseño adecuado permite que todos los grupos y sectores estén representados. No obstante, este argumento es objetable por tratarse de una reducción ad infinitum: por cada grupo, sector o territorio a ser representado, hay un grupo que resulta invisibilizado al interior de otro conjunto. Además, los grupos, sectores y minorías de la sociedad son a geometría variable. Y, finalmente, ¿quién decide y de acuerdo a qué criterio la existencia de un grupo o minoría a ser representada? Necesariamente se trata de una decisión heterónoma a cada grupo o sector que constituye la sociedad. Por otra parte, para constituir una Asamblea Constituyente es necesario definir un sistema electoral, distritos, números de delegados, etc., es decir definir un conjunto de reglas constitutivas de las cuales pende el ejercicio de la soberanía (Searle, The Construction of Social Reality). Ello nos conduce a una falacia de la excavación: el principio de legitimidad democrática –que corresponde a la soberanía popular como poder constituyente originario- termina quedando subordinado a otra voluntad que no goza ni puede gozar de la misma legitimidad, con lo cual la soberanía popular ya no es ni tan constituyente ni originaria.
Frente una racionalidad normativa de “arriba hacia abajo” que se “oculta” tras la fórmula de la Asamblea Constituyente, es necesario revindicar como vinculante para un proceso constituyente un pensar de “abajo hacia arriba”. Caro ha pagado Chile la falta de “calle” de una racionalidad técnica abstracta que fija tarifas de metro sin conexión con la expectativas y condiciones de vida de los más postergados de nuestra sociedad. Ya lo decía Marx en su Ideología alemana: “La producción de ideas directa e íntimamente ligada a la actividad material de los hombres, ellas es lenguaje de la vida real.” Es necesario pues que los ciudadanos participen deliberando en torno a las expectativas de vida en común a través de un pensamiento situado y afectado por las experiencias concretas de vida, sobre todo de aquellos sectores marginados e invisibilizados que no se sienten pertenecer a la sociedad. Como lo recuerda el historiador Gabriel Salazar en su entrevista del 26 de octubre a la radio Universidad de Chile, nunca en la historia constitucional el país la ciudadanía en su diversidad ha ejercido su voluntad soberana deliberando. De este punto de vista la Asamblea Constituyente podría ser complemento a la participación deliberativa constituyente de la ciudadanía, pero no la deliberación ciudadana complemento a la Asamblea Constituyente. Hoy más que nunca es necesario escuchar.
Cristóbal Balbontin G.
Profesor Instituto Derecho Público
Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales UACh