A propósito de la posibilidad de una convención o asamblea constituyente se ha empezado a discutir sobre la necesidad de garantizar una adecuada presencia femenina en la constitución de dicho órgano. La cuota electoral, ya contemplada por la legislación chilena para las elecciones de diputados, debería aplicarse a los efectos, como piso mínimo, debido a la remisión que el Acuerdo Político respectivo hace a dichas reglas electorales para determinar la composición de las dos modalidades de convenciones que este contempla. Con todo, aquí quiero defender la paridad como una alternativa, más legítima y efectiva que las cuotas, para estructurar un proceso constituyente adecuadamente representativo e inclusivo.
La actual cuota electoral chilena fue introducida en el año 2015 por ley Nº 20.840, que sustituyó el sistema electoral binominal por un sistema de carácter proporcional. Al respecto, dicha ley establece que “de la totalidad de declaraciones de candidaturas a diputado o senador declaradas por los partidos políticos, hayan o no pactado, ni los candidatos hombres ni las candidatas mujeres podrán superar el sesenta por ciento del total respectivo”. En el caso de no cumplir esta exigencia, la lista se tiene por no presentada. Entre sus normas transitorias, la mencionada ley establece que esa cuota solo se aplicará para cuatro elecciones parlamentarias sucesivas (2017, 2021, 2025 y 2029). Similar restricción temporal afecta a los incentivos económicos previstos para los partidos políticos cuyas candidatas resulten vencedoras y a la regla que subordina el procedimiento de elecciones primarias al cumplimiento de la cuota de 40%.
Se trata, entonces, de una cuota para sexo infrarrepresentado y no de una cuota para mujeres. Esto quiere decir que, eventualmente, podría favorecer a los varones en una disputa electoral. Las recientes elecciones en el Colegio de Abogados —en las que se aplicó una regla similar, en un contexto de alta movilización de mujeres al interior de ese colegio profesional— demuestran que este escenario es perfectamente posible. Por otra parte, la cuota electoral parlamentaria no solo es una medida transitoria, sino que tiene un plazo de caducidad definido de antemano. Es claro, entonces, que su diseño no es óptimo. Pero, aunque lo fuera, sus rendimientos simbólicos y materiales serían siempre inferiores a los de la paridad.
Aunque las cuotas y la paridad son estrategias orientadas a aumentar la presencia femenina en los puestos de decisión política, existen entre ellas importantes diferencias. Las cuotas son un tipo de medida que pertenece al repertorio antidiscriminatorio. Tienen, en consecuencia, carácter correctivo o remedial y vigencia provisional. Las cuotas se proponen compensar las dificultades de acceso de las mujeres al poder sin alterar necesariamente las estructuras que producen la discriminación política femenina. En términos simples, las cuotas presuponen que el sistema político es por naturaleza inclusivo y que basta con optimizar su funcionamiento para favorecer un incremento lineal de la participación femenina. Sin embargo, este supuesto está desmentido por la evidencia arrojada por casi tres décadas de aplicación de estas herramientas electorales en América Latina. En general, ellas no han logrado equilibrar la presencia femenina en los puestos de representación política.
Desde el punto de vista conceptual, la paridad es concebida como un principio de rearticulación de la democracia representativa (y de la vida social) que asume que el pueblo es fundamentalmente sexuado o dual y que postula que los órganos representativos y los procesos de toma de decisiones públicas deben reflejar fielmente esa dualidad. Dado que las mujeres constituyen demográficamente la mitad de la humanidad, la paridad demanda una presencia equivalente de hombres y mujeres en los procesos de toma de decisiones políticas.
La paridad es, en consecuencia, un principio político que reformula la representación en clave de género, y cuya vocación es transformativa y de permanencia. El objetivo de la paridad es atacar las raíces estructurales de la subrepresentación femenina. Para ello propone el reparto equilibrado y estable del poder democrático entre mujeres y hombres; y no solo una simple participación (a menudo, mezquina) de las primeras en el poder que ejercen estos últimos, como si se tratara de un “derecho naturalmente masculino”. Al reencuadrar simbólicamente la idea de la soberanía del pueblo, incorporando en ella a las mujeres como verdaderas protagonistas, en lugar de actrices episódicas y subalternas, se erosiona la identificación de lo político como una práctica eminentemente masculina.
Por otra parte, la paridad contribuye a atacar las barreras materiales que obstaculizan el ingreso de las mujeres a la política formal en condiciones de igualdad con los varones. Entre estas barreras destaca la división sexual del trabajo, la que implica un alto costo alternativo para aquellas mujeres que se dedican a la política. La evidencia empírica muestra que la presencia de una masa crítica de mujeres en los espacios de decisión política desestabiliza la división sexual del trabajo impulsando diversas reestructuraciones de dinámicas organizacionales que incluyen el propio trabajo legislativo.
Por último, una distribución equilibrada del poder mejora significativamente las posibilidades de que los intereses de las mujeres sean adecuadamente recogidos y protegidos por el proceso político. Anne Phillips (2000) argumenta que la política de la presencia es el vehículo más adecuado para que la política de las ideas aborde los problemas de los grupos históricamente marginados porque reduce la brecha epistémica o vivencial entre representantes y representados, disuelve la oposición entre democracia representativa y democracia participativa; y permite que los intereses de las mujeres – habitualmente omitidos en el debate público– sean considerados.
Es evidente que el momento de otorgamiento de una constitución es un momento político fundacional en el que se despliega, en todo su esplendor, la concepción del pueblo como soberano. En consecuencia, la legitimidad democrática de este proceso es crucial. Esta depende, a su vez, de la capacidad que tenga el órgano constituyente para representar simbólicamente a ese pueblo. La paridad contribuye de manera directa y efectiva a este propósito. Pero, hay más. La paridad tiene rendimientos en términos de representación sustantiva. No hay duda de que las mujeres concentran las mayores vulnerabilidades sociales: son más pobres que los varones, están más expuestas a la violencia y a otras injusticias de estatus, y sus experiencias vitales, necesidades y concepciones del mundo han sido históricamente invisibilizadas, marginándolas sistemáticamente de los procesos de toma de decisiones en todas las esferas de la vida social. La incorporación paritaria de las mujeres en el órgano constituyente las dota de una verdadera voz política y mejora sustantivamente las posibilidades de que sus intereses sean adecuadamente considerados.
En suma, hay poderosas razones, vinculadas a la legitimidad política del proceso constituyente y a su justicia material, para incorporar la paridad como un principio vertebrador del órgano constituyente y, en general, de la democracia representativa chilena.
Yanira Zuñiga A.
Profesora de Género y Derechos Fundamentales
Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales – UACh