El violento desalojo de cinco municipios de La Araucanía por fuerzas policiales, con la participación de grupos civiles organizados bajo consignas manifiestas de odio racial antimapuche la noche del 1 y la madrugada del 2 de agosto, marca un hito crítico en el ya largo conflicto interétnico e intercultural que se vive en esa parte del país. Por lo mismo, no puede pasar inadvertido sin un análisis de lo acontecido y de sus graves implicancias.
Si bien las situaciones de tensión y hechos de fuerza en La Araucanía –en el marco del conflicto entre el Estado y la sociedad chilena y el pueblo mapuche– no son nuevos, sino tienen ya décadas de desarrollo, adquieren particular gravedad en este caso, dado el involucramiento de civiles, el odio racial exteriorizado en su actuación y la tolerancia y complicidad de las autoridades de Gobierno.
En artículos anteriores hemos hablado de las causas de este prolongado conflicto. Baste señalar a este respecto aquí que Chile sigue siendo el único país en América Latina con importante demografía indígena (12.8% de población total) en que los pueblos indígenas no cuentan con reconocimiento de su existencia y derechos en la Constitución Política. También que los mapuche han sido desposeídos de gran parte de sus tierras de ocupación tradicional, las que fueron confiscadas sin su consentimiento, que su población forma parte de los sectores más pobres del país (6 de las 10 comunas más pobres de Chile están en La Araucanía), que ella está marcadamente subrepresentada en los órganos públicos en que se toman decisiones sobre materias que les conciernen, como el Congreso Nacional y que han sido objeto de procesos tanto de represión como de criminalización de su protesta social, cuestión reiteradamente observada por instancias internacionales de Derechos Humanos.
Es posible que los lectores desconozcan el contexto en que se dieron los hechos de odio racial que aquí se abordan. Aunque tampoco es el foco de este artículo, se debe señalar que la ocupación pacífica de cinco municipios de la región por personas y organizaciones mapuche en días previos a su desalojo, pretendía visibilizar su demanda por la aplicación de un tratado internacional ratificado por Chile –el Convenio 169 de la OIT– que dispone que cuando se imponen sanciones penales a los miembros de pueblos indígenas, se deberá tener en cuenta sus características económicas, sociales y culturales (artículo 10).
Ello, en el contexto de una huelga de hambre de condenados y procesados mapuche que se prolonga en algunos casos por más de 90 días, quienes, en el marco de la pandemia que ha significado contagios masivos en centros penitenciarios, han demandado la adopción de un reglamento carcelario para la población indígena acorde con dicho convenio, así como el cumplimiento de sus condenas en sus comunidades.
Muchos pueden no compartir la ocupación de espacios públicos como lo son los municipios como método de protesta social. Al respecto, cabe señalar que existe jurisprudencia nacional e internacional que entiende este tipo de ocupaciones como formas de manifestación del derecho a la libertad de expresión, especialmente cuando no existen otros mecanismos institucionales para que dichas demandas sean escuchadas y procesadas, como ha sido el caso. Ello, teniendo presente que la demanda por la adopción de reglamentos carcelarios adecuados a la realidad de la población penal indígena lleva años desatendida por la autoridad.
Aunque no se comparta la estrategia de ocupación de espacios públicos como forma de protesta válida, lo que tampoco puede compartirse, desde una perspectiva democrática y de Derechos Humanos, es el discurso de odio dominante en los grupos civiles organizados, que en pleno toque de queda participaron del proceso de desalojo de dichos municipios. La actuación de civiles durante los desalojos, en abierta violación con las disposiciones legales e infringiendo el Estado de Emergencia en que nos encontramos, además de verificarse con absoluta tolerancia de Carabineros, se caracterizó por la violencia física y verbal en contra de los ocupantes mapuche, demostrando con su actitud y a través de gritos y cánticos, un desprecio explícito en contra de los integrantes de este pueblo por su condición racial. Paradójicamente, los detenidos por Carabineros luego de estos hechos fueron solo los mapuche agredidos y no sus agresores civiles.
La responsabilidad de las autoridades en estos hechos resulta evidente. Ocurrieron un día después que el ministro del Interior y Seguridad Pública, Víctor Pérez, visitara la Región de La Araucanía negándose a hablar con los presos mapuche en huelga de hambre e instando a los autoridades edilicias a desalojar los municipios ocupados, desalojo que en última instancia fue solicitado por la respectiva Gobernación, que depende de dicho ministerio. El mismo ministerio es responsable por mandato constitucional de la supervisión de las fuerzas policiales y, por lo mismo, de investigar hechos ilegales en su actuación, como lo es la tolerancia que estas tuvieron con la participación de civiles durante los desalojos aquí referidos. Lejos de hacerlo, el ministro ha justificado la actuación policial. Por lo mismo, resulta imprescindible la realización de una investigación que permita determinar con exactitud las responsabilidades involucradas en estos hechos.
El Gobierno no solo ha incumplido las disposiciones constitucionales y legales vigentes, sino, lo que es más grave, no cumplió con sus obligaciones al amparo de la Convención Internacional sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Racial de Naciones Unidas, ratificada por Chile y que en su artículo 4° dispone: “Los Estados partes condenan toda la propaganda y todas las organizaciones que se inspiren en ideas o teorías basadas en la superioridad de una raza o de un grupo de personas de un determinado color u origen étnico, o que pretendan justificar o promover el odio racial y la discriminación racial, cualquiera que sea su forma, y se comprometen a tomar medidas inmediatas y positivas destinadas a eliminar toda incitación a tal discriminación o actos de tal discriminación…”.
Junto con ello, establece en su artículo 5° la obligación de dichos Estados «a prohibir y eliminar la discriminación racial en todas sus formas y a garantizar el derecho de toda persona a la igualdad ante la ley, sin distinción de raza, color y origen nacional o étnico, particularmente… b) El derecho a la seguridad personal y a la protección del Estado contra todo acto de violencia o atentado contra la integridad personal cometido por funcionarios públicos o por cualquier individuo, grupo o institución.”
Más allá del evidente incumplimiento de dicha convención en este caso, al omitir su responsabilidad en impedir, investigar y sancionar manifestaciones de odio basadas en la condición étnica o racial mapuche, la autoridad gubernamental está haciéndose cómplice de una tendencia que la experiencia mundial ha demostrado que, lejos de contribuir a dar solución a los conflictos interétnicos como el de La Araucanía, los agrava.
Tal como señala el destacado antropólogo mexicano Rodolfo Stavenhagen –quien fuera Relator Especial de Naciones Unidas para los derechos indígenas– en su estudio sobre Conflictos Étnicos y Estados Nacionales (2000):“La dinámica del conflicto contribuye a forjar identidades étnicas y a crear imágenes, estereotipos y prejuicios, a través de los cuales se ven los miembros de los grupos en conflicto, que a menudo llegan a temer, rechazar e incluso odiar a los miembros del grupo adversario”.
Esa es la dinámica que estamos presenciando en la región, con el odio incubado en contra del mundo mapuche, a la que la tolerancia y omisión de las autoridades de Gobierno lamentablemente están contribuyendo. Dicha actitud contrasta con la de líderes mapuche, como es el caso del werkén del Consejo de Todas las Tierras, Aucán Huilcamán, quien junto con condenar la actitud del ministro del Interior y consciente de los peligros de los discursos de odio, señaló al analizar estos hechos que “esperamos que no se produzca un estallido social en La Araucanía con objetivos raciales de parte de los mapuche en contra de los chilenos». El mismo dirigente agregó: “Los enfrentamientos raciales que sucedieron en Checolosvaquia, en Yugoslavia y en Ruanda, resultaron terribles y desastrosos para esos pueblos”.
Coincidente con lo expresado por Huilcamán, cabe reiterar lo señalado en artículos anteriores en el sentido que la salida a los conflictos interétnicos e interculturales, como el que se vive en esta parte del país, no se resuelve con la lógica de la guerra, sino con la del diálogo y el entendimiento. Lamentablemente, en las últimas dos décadas el Estado de Chile no ha sido coherente en sus relaciones con el pueblo mapuche. Ello, toda vez que junto con llamar a sus organizaciones a dialogar, gobiernos de distinto sello político han impulsado estrategias de represión y criminalización de la protesta social de sus comunidades.
Se debe reconocer, por cierto, en honor a la objetividad, que hay grupos mapuche que, cansados de promesas incumplidas, perdieron la fe en el diálogo como mecanismo de resolución de conflictos, incursionando también – con poco éxito, dada la evidente desproporción de fuerzas– en la lógica del enfrentamiento, haciendo uso de la violencia, principalmente, pero no exclusivamente, en contra de la propiedad. Ello, evidentemente, tampoco contribuye al diálogo y a la construcción del entendimiento.
En el contexto de un Gobierno intransigente como el actual, que no es capaz de dar gestos mínimos de entendimiento, como lo sería acoger las demandas humanitarias de los privados de libertad mapuche en tiempos de COVID, que no cumple con las convenciones internacionales que ha ratificado, y que no condena ni insta a la investigación de actitudes de odio racial en La Araucanía, un proceso de diálogo entre el Estado y el mundo mapuche no tiene viabilidad.
Es en este contexto que el proceso constituyente en desarrollo se establece como una posibilidad única de generar dicho diálogo, para abordar los temas profundos –negación, discriminación, desposeimiento– que han generado la conflictividad no solo con el pueblo mapuche, sino también con la mayor parte de los pueblos indígenas del país. Dicho proceso, que debe concluir con una Carta Fundamental que establezca las bases de una nueva forma de relación entre el Estado y los pueblos indígenas a futuro, que ponga fin a dicha negación y reconozca los derechos colectivos que les corresponden como tales, solo será conducente para esta finalidad si en él se considera una participación proporcional a su población en el órgano constituyente, que con mucha posibilidad emergerá del plebiscito de octubre próximo. Esto, de conformidad con el Convenio 169 de la OIT antes referido y la experiencia comparada , y como lo han demandado sus organizaciones representativas. Esperemos así sea.
José Aylwin
Profesor de Derecho de los Pueblos Originarios – UACh
Coordinador del Programa de Globalización y Derechos Humanos – Observatorio Ciudadano