Se dice que llamamos “testarudez” a la perseverancia ajena y reservamos el calificativo de “perseverancia” a nuestra testarudez. Quizás sea ese movimiento semántico -y de ímpetus- que convirtió el día 24 de mayo de 2013 en uno de los más felices para nuestra Universidad. Aunque estuvo contemplada en incontables programas de gobierno universitario, copiosas promesas de campaña y nutridos planes estratégicos desde hace décadas y décadas (si hubiesen existido planes estratégicos en 1954 seguro un objetivo hubiese sido la creación de una editorial), la concreción de una política editorial y de un sello editorial universitario, padeció el síndrome de la dilación y el inexcusable aplazamiento. Pero también, el de la pertinacia, la porfía y la constancia de varias generaciones de colegas, intelectuales, prójimos y próximos a nuestra Universidad.
Los antecedentes, caminos, frustraciones y tentativas fueron múltiples. La huella que dejara la creación y funcionamiento de la otrora imprenta de la Universidad (Central de Publicaciones), fue un histórico acicate. Allí se imprimieron durante décadas nuestras revistas científicas, libros, informes, catálogos de carreras, discursos y donde, con el apoyo del ex Rector Félix Martínez Bonati, brotó de sus prensas una de la más bella revistas de arte y creación de la década de los 60’, “Trilce”, y las más antiguas de nuestras publicaciones científicas, “Estudios Filológicos” (desde 1964) y “Archivos de Medicina Veterinaria” (a partir de 1969). Publicaciones que se distribuyeron profusamente y que nos hicieran conocidos y reconocidos como universidad de prestigio en todo el continente. Pero se trataba de una imprenta, no de una editorial. Es decir, no fungía como una unidad institucionalizada constituida por Comités o Consejos Editoriales que cribaran a través de rigurosos criterios de calidad científica o creativa, las obras a publicar y, más allá, no cubría la compleja cadena eslabonada de la edición: desde la búsqueda a la selección y gestión de derechos; de la edición al diseño, diagramación e impresión; desde la promoción a la distribución y, cómo no, de la gestión y sustentación a la proyección institucional e internacional. Así, y por muchas décadas, fueron nuestras revistas científicas y sus comités editoriales los que sustituyeron –en sus autonomías disciplinarias- las diversas urgencias editoriales de toda una Universidad, dando a luz, en algunos casos, a colecciones de obras bajo su propio tutelaje y cedazo, como la ilustre “Anejos” de la Revista Estudios Filológicos.
No obstante el esfuerzo de nuestras revistas, las demandas científicas y creativas, la pluralización, multiplicación y especialización de los saberes cultivados en nuestra Universidad -y en la propia sociedad-, así como las enormes transformaciones en las tecnologías de soporte y reproducción de la información, fueron excediendo por mucho la misión y labor de las viejas máquinas offset de nuestra imprenta y del demandante quehacer de las revistas. Ello se constató tempranamente -es decir, hace más de 25 años- y quedó expresado en iniciativas y propósitos de algunas autoridades, colegas o estudiantes que, me consta, tuvieron la mejor de las intenciones, pero naufragaron en la huerfanía de la voluntad política o la desazón del pragmatismo financiero, reglamentario u organizacional.
Para entonces, el patrimonio intelectual de nuestra Universidad, que excedía por mucho el ámbito del artículo científico, sólo crecía y no encontraba cobijo ni atalaya desde donde proyectarse. Libros como Idea y Defensa de la Universidad de Jorge Millas, editado mientras era un destacado profesor de nuestra casa de estudios –y del país-, tuvo que ser publicado por Editorial del Pacífico hacia 1981 y, a falta de una editorial propia, su Filosofía del Derecho fue editado por ediciones de la Universidad Diego Portales el año recién pasado. Lo mismo con las obras de Luis Oyarzún o los libros que han formado y siguen formando a generaciones de estudiantes en Chile y América Latina, como Silvicultura de los Bosques templados de Chile y Argentina de Claudio Donoso (1993) y Silvicultura de los bosques nativos (1999) del mismo profesor Donoso y el colega Antonio Lara. Ambos publicados por Editorial Universitaria en Santiago de Chile. Similar pérdida para nuestro patrimonio lo fue Monte Verde, libro clave de la arqueología mundial, que sintetiza el trabajo de diversos investigadores de nuestra universidad liderado por Tom Dillehay, el que tuvo que ser editado por LOM en 2004. Los ejemplos son interminables y sobran hasta la tristeza: el invaluable libro de memorias del rector fundador Eduardo Morales Remembranzas de una Universidad Humanista (2004), fue autoeditado con el esfuerzo del propio autor y hoy, descatalogado de cualquier librería, biblioteca o editorial, es inencontrable. Ese fue el fruto de nuestra tardanza y nuestro letargo.
Los ejemplos anteriores sirven, quizás, para entender aun pálidamente, la importancia de una Editorial para una universidad como la nuestra. No sólo porque es capaz de acopiar y poner en valor el reservorio intelectual de lo mejor que produce y hereda nuestra institución, sino porque proyecta y da sentido –en la doble acepción de sentido, significado y dirección- a la misión inclaudicable de la universidad: el acortar la brecha que existe entre el pensamiento académico y la realidad social y cultural, estableciendo un diálogo que excede al aula y al laboratorio, ampliando las fronteras de su escucha social e influencia directa. Por esa razón, las mejores y más prestigiosas universidades públicas del mundo, han albergado en simultaneidad con su nacimiento y casi sin excepción, a editoriales (desde las célebres Oxford University Press y Les Presses de l’Université Paris-Sorbonne, en Europa, hasta Eudeba o Ediciones de la UNAM, en América Latina). Sí, hemos llegado tarde –aunque hemos llegado-, sobre todo al constatar que la mayor parte, sino todas las universidades del Consejo de Rectores, cuentan con una y, en nuestro sur austral, nos llevan por décadas la editorial de la Universidad de la Frontera, la Unidad Editorial de la Universidad de Los Lagos y la Dirección de Ediciones y Publicaciones Universitarias de La Universidad de Magallanes.
Resulta evidente que la fundación de editoriales en el seno de las universidades ha sido, históricamente, la verificación “pública” de su vocación “pública” y, en todos los casos, expresión de su consolidación y musculatura institucional. Por ello, no es casual que muchas universidades de “negocios y negociados”, intenten maximizar una de las tantas “externalidades positivas” de tener y mantener un sello editorial: es una de las estrategias de marketing más rentables. Con un costo mínimo –en comparación a un spot de televisión o un aviso mercurial-, logran con celeridad lo que les falta: prestigio histórico –“trayectoria”-, boato y capital simbólico. Por ello, hacen esfuerzos ingentes para posicionar mediáticamente sus escasas “mercancías” cognitivas arropadas en una editorial.
Estas y otras consideraciones de coherencia, justicia histórica y coyuntural, han estado presentes estos últimos años en la voluntad contumaz de la Dirección de Extensión, la Facultad de Filosofía y Humanidades, la Vicerrectoría Académica y la Dirección de Bibliotecas, para conformar de manera cooperativa y colaborativa (con una irrestricta mirada institucional), una comisión de trabajo estable que dio forma a la naciente editorial de nuestra universidad. Es el primer paso de muchos –ello hay que entenderlo-, puesto que el acervo y “fondo” de una editorial es de lenta acumulación y factura. Múltiples son los desafíos: desde recuperar y republicar gran parte del patrimonio bibliográfico de nuestra universidad y abrir colecciones especializadas; hasta publicar en otros soportes (ebooks) y otros tipos de trabajos (audiovisuales y multimediales). Tradicionalmente, el corazón de una editorial universitaria son obras con los resultados de las investigaciones de académicos de la propia universidad y libros de texto que se usan para la enseñanza. Sin embargo, y en el actual momento de la edición universitaria, resulta fundamental que nuestra editorial sea un espacio abierto y poroso a las obras de autores locales e internacionales, ello es ejemplo de la calidad y ascendiente de una editorial. Igualmente, un desafío urgente, es institucionalizar una Unidad Editorial (en ello, nuestro Consejo Académico ha sido y será fundamental), que dé soporte organizacional a la envergadura y relevancia de la misión de un sello universitario. Pero ya lo decía Arnold Schönberg, no se puede esperar que la forma llegue antes que la idea. Ya se esmerarán, tozudamente, para estar juntas.