“Fue como si en aquellos últimos minutos resumiera la lección que su larga carrera de maldad nos ha enseñado, la lección de la terrible banalidad del mal”. Así, Hannah Arendt relataba la ejecución de Adolf Eichmann, quien fuera artífice de la exterminación de millones de judíos, tras ser sometido a juicio en Jerusalén. La “banalidad del mal”, un verdadero oxímoron, resume así una teoría que ha sido tan influyente como controversial. En línea con el autorretrato suministrado por el propio enjuiciado (este había caracterizado su participación en dichos crímenes como mera “ayuda y tolerancia”), Arendt sostuvo que más que un monstruo, Eichmann era un burócrata, una pieza estándar de un engranaje que ritualizó y mecanizó la maldad.
Pese a que su teoría es contraintuitiva (a menudo ha sido malentendida como una relativización de crímenes horrendos), en realidad Arendt ensancha el rasero moral. Muestra que el mal, y su contracara, el bien recorren un amplio espectro y se expresan de formas diversas. El mal no proviene de patologías ni requiere personalidades demoniacas, prolifera con la ausencia de pensamiento crítico, puede ser esculpida por las manos de individuos anodinos o mediocres, e inocularse a través de diversos medios. Por su parte, el bien no necesariamente presupone siempre acciones heroicas, sino conductas reflexivas, empáticas y responsables.
A 50 años del golpe militar, la teoría de Arendt es útil para mirar las luces y las sombras de esta conmemoración. Es un faro moral más exigente que sirve para evaluar una serie de discursos que se manifiestan como una fábula que reconstruye nuestra historia reciente, presentándola como una zona elástica de grises e inversiones morales. En ella, el quebrantamiento de la democracia aparece como algo “inevitable”, causado por la (supuesta) inviabilidad de un determinado programa político; mientras las víctimas son implícitamente responsabilizadas por su propia suerte. Esa narrativa, aparentemente legítima o inocua, carcome los cimientos de la democracia, reduce el aprendizaje moral y, por consiguiente, nuestra capacidad como sociedad de custodiar los derechos humanos.
Pero esta conmemoración no solo nos deja las acciones de quienes, como dice Arendt, no siendo estúpidos, suspenden el juicio crítico. También nos ofrece biografías inspiradoras, historias poco conocidas de personas, cuyas acciones han redundado en un bien colectivo: la construcción de memoria. Rescato, en este sentido, las acciones de Peter Kornbluh, quien ha dedicado 30 años de su vida a la desclasificación y recomposición de los archivos de la intervención de Estados Unidos en Chile; y de Amira Arratia, quien, siendo bibliotecaria, resguardó los archivos de TVN que iban a ser destruidos por la dictadura. A la vista está que la virtud no precisa de santidad ni de heroísmo; se arraiga en la convicción y en la vivencia profunda de una civilidad, a menudo anónima y desinteresada.
Dra. Yanira Zúñiga.
Profesora Titular del Instituto de Derecho Público.
Columna de opinión publicada en el Diario La Tercera