En los años recientes la discusión sobre los alcances y límites de nuestra modernidad está abierta a diversas perspectivas. Lo interesante es que entre los enfoques más importantes hay coincidencias al destacar que nuestra modernidad es responsable de la escalada constante de temor en las sociedades. Nuestra existencia se va configurando en un marco de incertidumbre y perplejidad. Las inseguridades son parte del paisaje cotidiano de nuestras vidas.
Par el destacado sociólogo alemán Heinz Bude existiría una suerte expansión del miedo social frente a fenómenos concretos, como la economía, el desempleo, el cambio climático, las migraciones, la inseguridad ciudadana, salud pública, entre otros aspectos.
Las personas perciben en su vida cotidiana las limitaciones para poder acceder a medios institucionales que permitan garantizar sus derechos sociales con oportunidad y calidad. Esto se asocia a que las capacidades institucionales públicas no logran ofrecer alternativas suficientes de inclusión y, también, que cuando implementa tales alternativas no las llevan a cabo con eficiencia, eficacia y trasparencia.
La desigualdad en el acceso a bienes y servicios produce diversas formas de exclusión social y, ello genera una desconfianza creciente en las instituciones políticas y económicas que se han comprometido con sus semánticas de inclusión en lograr una “cohesión social”.
Las nuevas formas de conflictividad social son el rechazo de las promesas inacabadas de inclusión de las organizaciones políticas tradicionales. Vivimos en sociedades marcadas por incertidumbres perturbadoras, con una rabia contenida y una amargura tácita, no sólo en las relaciones íntimas y el mundo laboral, sino también en la esfera política y los servicios financieros y, también en lo que concierne a la calidad y oportunidad de la oferta pública.
Por tanto, no es sorprendente el surgimiento de nuevos populismos de diversas tendencias ideológicas que pretenden –y se esfuerzan por difundir su promesa– hacerse cargo del malestar de la ciudadanía y re – introducen nuevas promesas de inclusión sustentadas en la forma de curiosas revoluciones transformadoras.
Los diseños públicos para intervenir en la sociedad mediante políticas, programas, subsidios, transferencias condicionadas son alternativas para equilibrar situaciones de exclusión social y actúan como mecanismos de inclusión compensatoria que concebidas como transitorias llevan el compromiso de la igualdad.
Sabemos que los impactos de estas fórmulas no siempre logran sus propósitos. Más bien, se observa una persistencia en el tiempo de dichas inclusiones compensatorias derivado de las bajas efectividades de las intervenciones que lograr valor público y, en forma relevante, las cuestionables redes clientelares que van incrementando los costos de las mismas, las que no van empalmadas con la calidad de las prestaciones.
No pocas veces los gobiernos actúan en base a creer que sus planes de acción representan la “realidad” de los ciudadanos y, por ende, conocen sus deseos y necesidades. Confirman sus semánticas de intervención en base a muchos estudios y estadísticas mediante las cuales nos señalan que pueden tendenciar el comportamiento social en diversos escenarios; incluso nos embriagan con modelos con aspiraciones predictivas.
Sin embargo, es posible que sus diagnósticos difieran de manera importante cuando se indaga a los ciudadanos respecto de sus percepciones en torno a la capacidad de resonancia del sector público en torno a las demandas de asegurabilidad ante sociedades que tiene como ejes la amplificación de riesgos y exclusión social.
El punto central para los gobiernos – en un ambiente de complejidad social – radica en cómo identificar políticas públicas contingentes más que simplificar su quehacer en sus esfuerzos planificadores normativos que ya han probado con escaso éxito sus posibilidades explicativas.
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