Probablemente para nadie fue una sorpresa que el Tribunal Constitucional (TC) rechazara, en una sentencia dictada hace pocos días (STC Rol 7774-2019), una acción de inaplicabilidad relacionada con el matrimonio igualitario. Esta acción buscaba que fueran declaradas inconstitucionales dos normas que limitan el reconocimiento pleno en Chile de matrimonios homosexuales celebrados en el extranjero: el art. 12 inciso final de la ley 20.830; y el art. 80, inc. 1º de la ley 19.947 en lo referido a la frase “siempre que se trate de la unión entre un hombre y una mujer”.
Aunque no sorprende, dicha sentencia causó escándalo, entre otras cosas, porque en ella el TC termina implícitamente equiparando las uniones homosexuales a otra clase de vínculos que califica de intolerables, tales como “los matrimonios polígamos en países musulmanes, o el matrimonio de niños de países africanos, o aquellos convenidos por los padres en la sociedad japonesa, y las bodas masivas de parejas que se celebran en la secta moon, en Corea del Sur, entre otros” (c. 22º).
Probablemente muchas personas no se sientan ni defraudades ni escandalizadas por el contenido de esas afirmaciones, o no tengan sencillamente muchas expectativas respecto del TC. Pero, en mi opinión, hay en esta polémica una dimensión objetiva de de defraudación de expectativas. Estas últimas son, más bien, abstractas e institucionales, es decir, se relacionan con las funciones de la jurisdicción constitucional más que con una confianza en la calidad de las decisiones del actual TC. La jurisdicción constitucional está llamada a satisfacer grandes desafíos derivados de las competencias especiales atribuidas a los tribunales constitucionales en los sistemas jurídicos. Estos órganos están pensados para operar como verdaderas bisagras que permitan articular de manera aceitada los mandatos constitucionales con las normas de la política ordinaria (leyes, en general), de manera de garantizar que en los procesos de regulación de los derechos fundamentales estos sean preservados como verdaderos “triunfos frente a la mayoría”, tomando prestada la célebre fórmula de Ronald Dworkin.
En consecuencia, aunque es evidente que dentro de una determinada comunidad jurídica habrá siempre discrepancia sobre uno o varios elementos de una sentencia constitucional, lo que se espera de un TC es que sus discursos (al fin y al cabo, las sentencias son, en buena medida, discursos) honren la confianza que se deposita en estos órganos y estén a la altura de las delicadas funciones que se le han encomendado. Cabe recordar, además, que en estas sentencias constitucionales no solo se juega la validez de las normas jurídicas sometidas a controles de constitucionalidad, sino la legitimidad misma de esta clase de tribunales.
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Profesora de Derechos Fundamentales – UACh