Había comenzado a reflexionar sobre el momento histórico que vivimos, rebuscando en la vieja sabiduría la íntima contradicción del ser, de todo ser, incluido, aunque parezca evidente, nuestro propio ser. Recalco esto porque pareciera de pronto que consideramos nuestro propio ser tan importante que lo sentimos separado del resto, en un pedestal erigido en medio del universo.
“Díjose entonces Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y ejerza dominio sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados, sobre toda la tierra, y sobre todo reptil que se arrastra sobre la tierra” (Génesis, I, 26). Ideología como esta, mal leída desde el mito religioso judío, contamina la falacia total del yo contemporáneo y, aun más, se vuelve absolutamente necesaria para la pervivencia del sistema globalizado que nos rige. “El hombre, soberano de la naturaleza”, debe ser uno de los más letales constructos ideológicos con que se contaminó nuestro existir en el mundo.
Y sabemos, desde hace mucho tiempo, que esto es la gran mentira.
“La tierra no pertenece al hombre, el hombre pertenece a la tierra”, es una frase vuelta pintoresca. Y su mutación en una especie de simpática complacencia, es verdaderamente monstruosa. Pareciera ser una verdad demasiado simple como para tomarla en cuenta.
Conocemos algo de las leyes de la naturaleza. La biología ha tenido en el presente siglo un papel tan preponderante como lo tuvo la física en el pasado. Comprendemos la naturaleza más que nunca en la historia. El problema es ¿para qué la comprendemos? El problema no es epistemológico: es ético. Porque si usamos este conocimiento para ir en contra de las leyes de la naturaleza, nuestro sofisticado saber, no solo valdrá menos que la frase del jefe sioux, será mortalmente falso.
Toda nuestra actual sociedad se basa en la agonía y en el endiosamiento del triunfador. Este rellena no tan solo portadas y pantallas de los medios, sino se incrusta profundamente en nuestra siquis. El triunfador contemporáneo, el hombre surgido por su propio esfuerzo, es nuestro Moisés y nuestro Ulises, nuestro Cresos y nuestro Napoleón ¿Y los perdedores? ¿Cuántos niños hambrientos para un Henry Ford? ¿Cuántos esclavos modernos para un Elon Musk? ¿Cuántas víctimas de la pandemia no pertenecen a los triunfadores? Porque ha quedado en la evidencia más palpable que la muerte no es democrática. Los que mueren son los negros y latinos de Nueva York, los precarios inmigrantes de Europa, los pobres de América Latina.
Esta catástrofe global surge a consecuencias del egoísmo de la especie. Por allí iban mis primeras reflexiones. El dilema actual no es tan complejo: seguimos viviendo en una sociedad del egoísmo y destruyendo el medio ambiente o nos volvemos altruistas y construimos científicamente —la ciencia misma es necesaria y beneficiosa— una sociedad que dé cuenta de nuestro cabal respeto a nuestra única casa y a todos los que en ella moran. Debemos hacer la Utopía posible o desaparecer. Nosotros elegimos.
Surge la idea por aquí y por allá —los espíritus razonantes suelen estar en sintonía— que el virus es al hombre como este es a la tierra. Y tal como nosotros lo hacemos, la tierra peleará duramente por su vida. Puede que este mismo instante seamos el peak de la pandemia en la tierra y puede que nuestro huésped necesite desembarazarse de algunos miles de millones de nosotros. O, de todos nosotros.