En una reciente columna Carlos Peña plantea que la política de la identidad -dentro de la cual amalgama el reclamo de pueblos originarios para que se respete su cultura en la Convención Constitucional y la propuesta de que esta última sea presidida por una mujer- sería una ventaja incompatible con la democracia. Estoy en desacuerdo con esa aproximación.
La política democrática ha experimentado grandes cambios en las últimas décadas. “Lo político” ha dejado de ser lo que ocurre en el Congreso o en el Palacio de gobierno, o lo que concierne a los partidos políticos. Ahora abarca otros espacios (el barrio, la escuela o la casa) y actores (como los movimientos sociales). La democracia no es más un mecanismo centrado en gestionar diferencias ideológicas, el cual debe resignarse ante la subordinación social y política de ciertos grupos. Si antes era común escuchar que a la democracia le importan solo las ideas, no las pertenencias grupales (salvo las partidistas) ni las diferencias identitarias; que los hombres representan los intereses femeninos como si fueran propios y que los pueblos indígenas deben sustituir sus símbolos tradicionales por los símbolos patrios (los únicos que podían dar cuenta de una cultura cívica compartida), hoy tales aseveraciones están todas puestas en cuestión. La representación es menos abstracta y más especular. Es decir, ni representante ni representado/a son concebidos como figuras asexuadas o aculturales. Así, el pluralismo democrático ya no solo se mide en función de la diversidad de proyectos ideológicos (“la política de las ideas”) sino, además, por su capacidad de incorporar a la deliberación democrática las experiencias e identidades de los grupos tradicionalmente excluidos. A esto apunta “la política de la presencia”. Esta nueva forma de comprender y practicar la democracia asume, por un lado, que quien pertenece a un grupo históricamente excluido tiene mejor conocimiento de las implicancias y efectos de las experiencias de discriminación (ventajas epistémicas) y, por otro, que cuando la política ignora esas identidades, la desigualdad se profundiza y la democracia se degrada.
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Profesora de Derechos Fundamentales – UACh