Hay librerías de piso, de paso y de peso. Las primeras son donde las novedades se apilan, casi confundidas, desde los suelos. En las de paso, el lector puede pasar raudo con la esperanza de encontrar un libro cuyo canto le encante. Las últimas son las de prosapia, nutridas, con “punto de vista”, con cierta historia y animadas generalmente por sus dueños. Las ciudades las miman y atesoran, porque en ellas han quedado parte de las biografías emotivas y creativas, las de sus hijos o nietos y grabadas en la memoria por alguna plática cercana, cuyo único pretexto son esos pequeños artilugios que, incluso digitalmente, se pueden hojear. Sean de piso, de paso o de peso, un lector versado o en ciernes agradecerá toda su vida tenerlas cerca, sobre todo las últimas, porque si bien gran parte de la tarea de los libros es continuar la conversación por otros medios, una buena plática en carne y hueso, una recomendación vehemente o un comentario sutil, es la espoleta que detona el entusiasmo por traspasar la tapa de cualquier libro. Es que la librería y un buen librero pueden llegar a ser tan importantes en nuestra vida como el médico o el farmacéutico. Y lo sabemos ahora y lo repetía Stendhal: no hay desgracia en el mundo, por grande que sea, que un libro no ayude a soportar.
Valdivia tuvo un pasado con una oferta libresca envidiable. No sólo tenían asiento en la ciudad filiales espaciosas y bien abastecidas de las editoriales “Universitaria” y “Andrés Bello”, sino también, de capital propio, como las desaparecidas “Fértil Provincia”, «Centro Cultural Cervantes», “787”, “Donceles” o la tenaz y ya veterana “Libros Chiloé”. Aunque no podemos ufanarnos de librerías de viejo o de segunda mano añosas, sí contamos, en otro tiempo, con algunas emblemáticas por su singularidad, como la “Bielefeld”, casi coronando la calle Picarte, o la mítica librería “Catulo”. La mayoría de ellas eran atendidas por dependientes, dueñas o dueños, con un juicioso respeto por el libro como bien cultural y que muchas veces, en la dramaturgia de la venta, olvidaban que lo que exhibían en sus vitrinas también era mercancía. No hace tantos años, cuando muchas de ellas desaparecieron o se redujeron al mínimo, la ciudad mostró toda su fealdad edificada pues, de una u otra manera, el manto cultural de estas librerías escondía los peladeros devenidos en estacionamientos, las lóbregas galerías o el moho eterno alojado en los torcidos estucos de las fachadas. Pero claro, el vacío mayor fue que la ciudad se comenzó a desforestar de aura y, también, de conversaciones, esas peatonales y argumentadas, donde sin mediar botellas ni condumios, se podía razonar un par de ideas que te endilgaban libremente hacia alguna estantería o hacia la presentación de un nuevo libro. Así, el slogan de “capital cultural” con que Valdivia se pavoneaba, se craqueló mostrando sus tristes grietas.
Para nadie es un misterio la regresión lectora -aquella hilada, concentrada y no a brincos de links- y las sucesivas crisis de la industria y la artesanía del libro. La pantallización y los ruidos comunicativos que nos someten a una incesante dispersión, está privando a muchos de pasar algunas horas acompañado sólo de un buen libro. Un viaje inmóvil que, muy lejos de la monserga moralizante del “tienes-que-leer-un libro”, nos acerca a buena parte -aquella desafiante y menos obvia- de nuestra cultura. La lúcida Simone Weil solía definir cultura como la educación de la atención. Pero la atención, como el tiempo, es lo que trágicamente se nos viene secuestrando y, aun así, están los que insisten en el desvarío de dedicar su vida a una librería, la misma que servirá quizás, algún día, para decirle al último lector “no estás solo”. Y aunque es un lugar común, pareciera que pocos lo tienen claro: no hay librero que dedique sus días a los libros para hacerse rico. Su voluntad primera es la del enamorado, del papel, la lectura, la conversación y el oficio. Menos claro aún es que de todos los eslabones de la cadena del libro, el más frágil es, precisamente, la librería. Ya por el costo del alquiler, el bodegaje o el pago de salarios, los márgenes que dejan las ventas con suerte sostienen la economía doméstica.
Hace pocos años, otras y otros apasionados comenzaron a repoblar la ciudad de escaparates con libros. Si bien el encarecimiento del suelo los alejó de las calles más céntricas, hicieron pie con su quimera y sus portadas, animando y reanimando muchas de ellas -como “Qué Leo Valdivia”, “Libros del Gato Caulle” o “Casa Libro”- la fruición lectora. Pero si antes fue la indolencia o las crisis de lectoría más resueltas, hoy es la pandemia la que las amenaza con fuerza, impedidas de congregarnos y dejarnos persuadir para llevarnos a casa nuevas obras. La editorial de la Universidad Austral de Chile ha iniciado una campaña de apoyo directo a las librerías locales y regionales, un pequeño gesto que busca sensibilizar a la ciudad sobre la frágil condición de estos espacios y de lo irreparable que es perderlos. Algunas están llevando libros a las casas, vendiendo a la distancia y resistiendo la peste como pueden. Por ello hoy, más que nunca, comprarles un libro también puede ser una causa. Decía el poeta Lewis Buzbee que, aunque privadas, las librerías son empresas que cumplen una insustituible misión pública a la que nos hemos acostumbrado. Por lo mismo, sólo cuando mueren, la cavidad muestra todo su vacío.
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