Se veía venir. El pasado viernes 10 de diciembre se publicó en el Diario Oficial la ley que abre el matrimonio a las parejas del mismo sexo (Ley 21.400 que modifica diversos cuerpos legales para regular, en igualdad de condiciones, el matrimonio de personas del mismo sexo), habitualmente aludido como “ley de matrimonio igualitario”. Es decir, a partir de la entrada en vigencia de la referida ley (90 días después de su publicación, según el artículo segundo transitorio), en Chile la unión matrimonial civil dejará de ser un acto reservado únicamente a un hombre y a una mujer y, en cambio, podrá ser celebrado también por dos mujeres o dos hombres.
Los vientos favorables al matrimonio igualitario soplaban hace tiempo. En efecto, desde los primeros proyectos de ley presentados en el Congrego Nacional en el año 2008 que sistemáticamente quedaron inconclusos, pasando por las sentencias del Tribunal Constitucional de los años 2011 y 2020 que rechazaron recursos de inaplicabilidad por inconstitucionalidad de normas legales pertenecientes al estatuto matrimonial (del Código Civil, de la Ley de Acuerdo de Unión Civil y de la Ley de Matrimonio Civil), sin olvidar la solución amistosa suscrita en el 2016 por el estado chileno en el marco una demanda interpuesta en su contra ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos por la que se comprometió a enviar un proyecto de ley sobre la materia, existían claras señales de que se incubaba una modificación sustancial del régimen legal del matrimonio.
Desde un punto de vista más panorámico, la consagración del matrimonio igualitario se enmarca en una tendencia de los ordenamientos jurídicos latinoamericanos y europeos que avanza hacia el reconocimiento de distintos modelos de familia. Abandonando el trato privilegiado que hasta hace algunas décadas atrás dispensaba el legislador a la familia matrimonial, la referida tendencia amplía la protección estatal a familias fundadas en la convivencia, a familias monoparentales, ensambladas u homoparentales. No por nada en el contexto del debate constitucional actual ha surgido la cuestión de si es adecuado garantizar la protección estatal a “las familias” y no ya a “la familia”.
En nuestro país, ya era posible identificar al menos dos manifestaciones concretas en este sentido a nivel legal. Por una parte, la Ley de Matrimonio Civil de 2004, tras reiterar la fórmula constitucional que eleva la familia a la condición de núcleo fundamental de la sociedad, agregó que “el matrimonio es la base principal de la familia” (art. 1 inciso 1°). Con ello advierte que la familia admite distintos fundamentos, no solo el matrimonio. Por otra, la creación del Acuerdo de Unión Civil en el 2015 consagró un estatuto que, de manera similar al matrimonial, regula los efectos jurídicos de la convivencia entre dos personas de igual o distinto sexo que comparten un hogar y tienen una vida afectiva en común, estable y permanente, conformando una base familiar.
A nivel jurisprudencial, la Corte Suprema también se ha hecho eco de esta corriente declarando, por ejemplo, en una sentencia de 2016 que “existen distintos modos de hacer familia y no un único modelo que emular” (rol 37792-2015).
En definitiva, entonces, la modificación introducida por la nueva ley 20.400 al estatuto matrimonial se enmarca coherentemente con la tendencia antes indicada y con ella se paga una deuda pendiente del ordenamiento jurídico nacional, tal como lo había indicado parte de la doctrina. Los principales “acreedores” son todas las personas que a partir de ahora cuentan con un nuevo camino para organizar su plan de vida junto a su pareja del mismo sexo.
Pero no solo ellos. En mi opinión, se trata de una buena noticia para todas las personas que reconocen en la autonomía individual una expresión de libertad para definir el proyecto de vida que se desea construir al amparo de un estado plural que se los permite: personas de izquierda o de derecha (¿o “izquierdas o derechas”?), personas que atribuyen un valor especial al matrimonio como institución histórica y aquellos que, por el contrario, carecen de apego ideológico al mismo. En fin, personas que consideran el matrimonio como la base familiar adecuada para tener y educar hijos, y los que, en cambio, lo conciben como el vínculo más estable para una familia sin hijos. Y también debería serlo para aquellas personas que ya están casados o que tienen la intención de contraer matrimonio con una persona del sexo opuesto, en la medida que el proyecto familiar por el que optaron u optarán se vuelve una alternativa para parejas que hasta este momento carecían de ella.
Sin embargo, la buena noticia podría verse restringida en sus alcances si la reforma se queda en los meros eslóganes, atractivos para la opinión pública pero inútiles como herramienta de regulación de la comunidad de vida que forma el matrimonio. No es difícil prescribir normativamente que las expresiones tradicionales de “marido” y “mujer” sean reemplazadas por la de “cónyuges”, o que las de “madre” y “padre” sean aplicables a todos los “progenitores”, en ambos casos sin distinción alguna de sexo, orientación sexual o identidad de género, según establecen los nuevos artículos 21 inciso final y 24 inciso 2° del Código Civil, respectivamente. En cambio, sí lo es lograr un sistema armónico y efectivo de normas que, referidas al matrimonio, resguarden los vínculos familiares y garanticen la tan anhelada igualdad entre familias construidas por dos mujeres, dos hombres o por una mujer y un hombre. Y por eso es que la labor de la autoridad nacional, sea a nivel legislativo, reglamentario o administrativo, recién comienza: una regulación adecuada sobre filiación por técnicas de reproducción asistida y sobre filiación adoptiva, sobre procedimientos ante el Registro Civil o sobre prestaciones de Seguridad Social, constituyen ejemplos de ámbitos que requerirán dedicación prioritaria. No debiera ocurrir lo de las técnicas de reproducción asistida, donde los diversos proyectos de ley destinados a su regulación presentados a partir de 1993 han quedado estancados en el camino.
Y, desde luego, los tribunales son los primeros que deberán estar alertas para resolver todos aquellos conflictos que surjan a propósito de este cambio radical en la fisonomía del matrimonio, poniendo especial cuidado en resolverlos evitando que se cuelen por la ventana discriminaciones arbitrarias en la aplicación cotidiana del nuevo régimen legal en ámbitos tan variados como la atención de salud de los cónyuges, educación de los hijos o acceso a beneficios fiscales de las familias matrimoniales.
Susan Turner S.
Profesora de Derecho y Procedimientos de Familia de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales.