Los hechos ocurridos hace un par semanas atrás en Iquique y que protagonizaron migrantes venezolanos y ciudadanos chilenos no ha dejado a nadie indiferente. Sucede que es imposible hacerlo, no tan sólo por la crueldad de las imágenes observadas, sino que por la serie de acciones que gatillaron el sentimiento anti inmigrante.
Hoy la xenofobia y el racismo están presentes en el cotidiano, en la estructura de las instituciones y en la dinámica en que nos desenvolvemos. Parece natural en una sociedad precarizada social y económicamente como la chilena, la cual se ha visto agravada con la pandemia por Covid 19, que lo sujetos compitan entre si por los recursos, los empleos, la vida en general, en el cual el migrante entra en esta lógica y desde luego vemos discursos y prejuicios hacia estos reflejando una intolerancia, pero además cierta aporofobia, porque claro en el imaginario social el venezolano y el haitiano es visto como un migrante pobre.
Basta recordar a Joane Florvil, ciudadana haitiana, marcada por su piel, por su idioma, por su cultura quien muere en 2017 acusada a través de un proceso judicial por un supuesto abandono a su hija. El racismo se patenta y se hace notar.
La política migratoria que tenemos actualmente en Chile no ha facilitado los procesos, al contrario, la securitización de fronteras y limitaciones ha producido mayor irregularidad. El “ordenar la casa” se ha transformado en una premisa inequívoca criminalizando a los migrantes que llegan al país.
Sin embargo, sabemos que “la casa” puede y debe ser compartida. Hay porciones de la realidad que debemos volver a humanizar y olvidar la odiosidad hacia ese otro que tampoco es tan distinto a mí. Migrar no es tan solo un derecho que queda en el discurso, migrar implica también hacerse cargo de las desigualdades. Se migra para vivir y no desaparecer.