“Me anima la esperanza de que en este aniversario seamos capaces de tener una mirada común (…) a partir de la condena histórica transversal a las atrocidades del pasado, sostenga (…), el valor universal y civilizatorio de los derechos humanos y la importancia de la democracia, que ha vuelto a estar amenazada en el mundo justamente por quienes relativizan la centralidad de dichos derechos”. Así resumía el Presidente Boric, en su reciente cuenta pública, la importancia del proceso de construcción de memoria y verdad. A cincuenta años del golpe militar, nuestra versión local del “nunca más”, otrora sedimentada en los contundentes informes Rettig y Valech, confronta una fuerza corrosiva.
El negacionismo, al que implícitamente aludía Boric, es un fenómeno tan global como difuso. Por eso, vale la pena intentar deslindarlo de otra clase de discursos que, aun cuando sean incómodos, no tienen el carácter desestabilizador de aquel. El negacionismo no es cualquier juicio crítico sobre cualquier hecho. Su objetivo es distorsionar los atentados a gran escala en contra de los derechos más básicos de las personas, presentándolos como aceptables o como daños colaterales. Sus estrategias son variadas. No siempre consisten en negar de plano tales hechos (los que, por lo demás, están ampliamente documentados); a menudo se decantan por fórmulas revisionistas o relativizadoras. Éstas tienen ingredientes comunes que suelen salpimentarse de forma diversa, según la ocasión. Unas veces, se compara y equipara hechos disímiles; otras, se indica que al valorar “lo uno” debe sopesarse lo “otro”; o se concluye que el origen de un determinado resultado (las desapariciones masivas de personas, por ejemplo) reenvía a una intrincada espiral de responsabilidades, inseparables unas de las otras. En resumidas cuentas, el/la negacionista tiende a mezclar, confundir y achatar los hechos, y sus respectivas valoraciones, para justificar lo que de otra manera sería injustificable.
Podría parecer que discursos como los descritos expresan opiniones que en una sociedad pluralista serían tan respetables y valiosas como otras. Esa tesis -defendida por el/la negacionista- es utilizada también, como arma arrojadiza, para acusar a otros de intentar “imponer una verdad”. Es decir, para tratarlos de intolerantes. Solo si nos detenemos en el estándar que ocupamos para juzgar si una sociedad es civilizada o no, podremos observar el problema. Ese estándar reposa sobre la existencia de cuestiones innegociables, aspectos de la vida humana o social que, por ser inconmensurables, no pueden transarse. Uno de ellos es la prohibición de tortura. Esta es reflejo de la dignidad humana y una norma imperativa que no admite restricciones ni excepciones.
Los discursos negacionistas erosionan, lenta pero efectivamente, esa zona innegociable, ese umbral civilizatorio. Son una regresión ética y política que nos acompaña como una sombra. Esa que nos recuerda que nuestra humanidad está siempre a prueba.
Dra. Yanira Zúñiga.
Profesora Titular del Instituto de Derecho Público.
Columna de opinión publicada en el Diario La Tercera