El viernes 18 de octubre en la Universidad Católica se celebraban las Jornadas Chilenas de Derecho Público. En un solemne ambiente, académicos de distintas universidades debatían cómo llevar la institucionalidad vigente al máximo de sus posibilidades. A escasos metros, en la Alameda, la gente tenía un diagnóstico muy distinto. Como muestra del error, el grupo de profesores al terminar la jornada abandonó corriendo la universidad, que a esas alturas se llenaba de gas lacrimógeno.
Extendidas las manifestaciones a todo el país, con declaración de estado de emergencia incluida, el Presidente Piñera continúa creyendo que el problema se reduce a $30 y decide imponer el orden desplegando soldados en las calles. Afectado por la misma miopía, un connotado columnista dominical alude a la revolución de la chaucha. Mientras tanto, en las redes sociales, el mensaje más compartido es que el problema no se reduce a dos chauchas: es la dignidad del pueblo lo que está en juego.
Intentando imitar la gloriosa capacidad de síntesis de un meme, en mi opinión el asunto comprende dos aspectos elementales: nuevas reglas del juego y un nuevo sistema de valores. Casualmente, los profesores de Derecho llamaríamos a eso una nueva Constitución. Pero lo que pide la gente es algo más específico: es una Constitución que consagre una verdadera democracia. No aquella elitista y cupular que ha resultado de la transición, no la misma que ha convertido en usura las carencias de los más necesitados.
La transición purgó a los militares del texto, pero en realidad, la Constitución de 1980 contiene un sistema de valores que favorece a unos pocos por sobre la mayoría. Hace dos semanas en un programa de televisión, un dirigente gremial de los agricultores de Petorca argüía ufano que una reforma al Código de Aguas, que garantice a todos el acceso al agua sería fácilmente declarada inconstitucional. Y tiene toda la razón. Se podrá luego discutir el detalle, pero las demandas de la ciudadanía exigen que los valores que inspiren nuestra convivencia social adopten una mirada menos egoísta y más solidaria.
La Nueva Mayoría (o como se llame actualmente) tuvo una valiosa oportunidad que desperdició con prodigalidad. Las actuales autoridades han sido llamadas, como pocas veces en la historia, a permitir la articulación de un nuevo pacto social que supere el legado de una historia reciente de división y exclusión. Un nuevo contrato, que reparta los frutos del progreso de forma más equitativa. Es verdad que la rabia de muchos se ha expresado de la peor manera por algunos. Lamentablemente, las lecciones se suelen aprender con golpes. La moraleja de todo esto es que, cualquier intento por desatar el nudo gordiano, no se puede llevar a cabo sin la presencia de los que han estado ausentes en las últimas cuatro décadas.
No verlo es indolencia, pero también incapacidad. Después de todo, no hay peor ciego que el que ve y decide nuevamente cerrar los ojos.