“La paz no es solamente la ausencia de la guerra; mientras haya pobreza, racismo, discriminación y exclusión difícilmente podremos alcanzar un mundo de paz”.
La reflexión de Rigoberta Menchú, Premio Nobel de la Paz (1992), resulta (lamentablemente) muy pertinente a nuestra realidad actual, en que escuchamos la palabra “discriminación” más frecuentemente de lo que quisiéramos y debiéramos en sociedades regidas por el principio de igualdad.
Nuestra normativa universitaria define discriminación arbitraria como toda distinción, exclusión o restricción que carezca de justificación razonable, que cause privación, perturbación o amenaza en el ejercicio legítimo de los derechos fundamentales (…) en particular cuando se funde en motivos tales como la raza, etnia, nacionalidad, situación socioeconómica, idioma, ideología, sindicación, sexo, orientación sexual, identidad de género, edad, situación de discapacidad, entre otras (D.R. Nº07 de 28 de febrero de 2018).
Las prácticas discriminatorias no nos hablan de las personas discriminadas, sino de la mirada de quién está discriminando: ellas normalmente responden a un conjunto de prejuicios y estereotipos asociados a características personales o patrones de conducta que se aprecian como normales o no. El paradigma de qué es lo “normal”, reforzado a través de prácticas discriminatorias, naturaliza jerarquías sociales, impone modelos ideales y reproduce y multiplica la desigualdad social. Asimismo, produce pensamientos, emociones y sensaciones de injusticia, aislamiento y malestar no solo en la persona discriminada, sino en todas aquellas que forman parte del grupo humano estigmatizado.
Una forma bastante difundida de discriminar es crear y/o reproducir estereotipos de cualquier grupo humano. Los estereotipos son etiquetas que configuran juicios de valor negativos sobre características reales o imaginarias, innatas o adquiridas, de ciertas personas o grupos humanos. Los estereotipos subyacen a nuestros idearios colectivos de formas muchas veces imperceptibles: “el pueblo mapuche es flojo”, “los/as inmigrantes nos quitan el trabajo”, “las mujeres son más sensibles”, “las personas LGBTI+ son más propensas a ser VIH-positivas”, “las personas con discapacidad tienen peor rendimiento laboral”, son solo algunos ejemplos. Estas etiquetas subyacen a muchas de nuestras prácticas, bromas, interacciones o formas de representar el mundo, y cada una de ellas afecta a un grupo humano que resulta estigmatizado y excluido del discurso de aquello que constituye “lo normal” o “aceptable” en nuestro contexto.
El Buen Trato en Entornos Digitales nos invita a que seamos conscientes de que la discriminación puede adquirir las más diversas formas y manifestarse por múltiples medios. Las redes sociales y todo tipo de plataforma virtual pueden constituir vehículos efectivos para actos discriminatorios: memes, correos electrónicos, mensajes de grupos de WhatsApp o reuniones en ZOOM que contengan ridiculizaciones, ofensas o estigmatizaciones, pueden ser constitutivos de discriminación.
La invitación a todos/as es a cuestionar las prácticas e interacciones propias y ajenas, de manera de aportar a la construcción de una convivencia universitaria comprometida con la paz, el respeto y la igualdad de cada una de las personas que tenemos a nuestro alrededor. Nadie sobra: ¡Todos/as somos igual de valiosos/as!