Estamos en un momento de nuestras vidas en que debemos lidiar con muchas situaciones complejas que aumentan nuestras fragilidades sociales, las que se amplifican en un contexto de pandemia y conflictividad político y social.
El destacado sociólogo polaco Z. Bauman señalaba que en el estado actual de nuestra(s) modernidad(es) la única certeza es la incertidumbre, lo cual tiene enormes consecuencias en lo que respecta a nuestros modos de vida. Nuestras vidas se vuelven líquidas y pareciera que todo es inestable y emerge en forma sostenida el riesgo social, junto con ello la sensación de que nuestras libertades se ven amenazadas se hace cada vez más evidente.
La transitoriedad es otra de esas variables que están debilitando las relaciones sociales vinculantes, lo cual hace primar el individualismo como motor de la convivencia social y política. La búsqueda del bien común se diluye en proyectos políticos individualistas de corto plazo y de suma urgencia para lograr un aplauso fácil, efímero, pero de consecuencias insospechadas para la gobernabilidad.
Entonces, ¿podemos sentirnos sorprendidos de los bajos índices de confianza que hoy existen sobre nuestros políticos e instituciones?
Nuestro país se está pareciendo mucho a un mundo donde todos desconfían del otro, lo cual no es precisamente un logro de nuestros inacabados procesos de modernidad. La confianza es un hecho básico de nuestra vida social, es uno de los prerrequisitos básicos para vincularnos unos con otros y para establecer mecanismos de certezas con las instituciones.
La confianza mutua no se adquiere sobre la base de regulaciones estatales ni elaboradas normativas que obliguen conductas. Sabemos que cuando las sociedades y comunidades comparten una ética del bien común generan un fuerte capital social, que son aquellas redes de relaciones estables generadoras de confianza y orientadas al bien común.
En tal sentido, es la existencia de virtudes sociales la fuente que se permite lograr sociedades trasparentes, probas y confiables. La confianza es el gran capital de nuestro tiempo. Al parecer es algo que no se genera en abundancia en el país actualmente.
Los recientes paupérrimos resultados respecto de la aprobación del gobierno y la percepción del parlamento no son motivos para que alguien celebre y saque cuentas alegres. Desde hace más de 15 años que la tendencia ha mostrado resultados a la baja en la valoración de la ciudadanía respecto del sistema político.
El camino fácil es argumentar muchas tesis sobre esta desafección, pero la evidencia es arrolladora. Tales resultados no son más que el agotamiento de un sistema político que ha abusado de su poder y privilegios de manera poco pulcra. Se podría enumerar un listado gigantesco de usos y abusos del poder, la mayoría de ellos han capeado la justicia con total impunidad.
La sociedad debe constituirse en un actor poderoso que permita reconstruir la confianza y el capital social en el país. El poder de los ciudadanos y su libertad nunca será una concesión de las elites y del estado. En la medida que la sociedad siga debilitada no se podrá avanzar en libertad y en el logro del bien común.
El Heraldo Austral versión impresa