En una entrevista reciente el candidato presidencial de la coalición oficialista, Sebastián Sichel, en abierta alusión a su contrincante, Gabriel Boric, señaló que para ser Presidente se requiere “haber liderado otra cosa que no sea la política, no haber sido solo diputado en la vida, tener experiencias vitales; yo soy padre, creo que la experiencia después de la crisis que estamos viviendo va a ser clave”. Estas declaraciones, que para algunos/as resultaron sorprendentes, tienen una explicación clara en la teoría feminista.
Desde esta perspectiva, tanto mujeres como hombres somos seres “generizados”, es decir, nos encontramos sujetos, respectivamente, a mandatos sociales de feminidad y de masculinidad, siendo los unos contracara de los otros. Muchos de estos mandatos se tejen en la familia. En “El Segundo Sexo”, Simone de Beauvoir reflexionó sobre el valor estructurante de los roles sexuados al interior de la familia. El varón/proveedor -decía Beauvoir- no mantiene a la comunidad como las abejas obreras; actúa, en cambio, como homo faber; así, mientras la mujer queda atrapada en lo doméstico, el hombre transciende este espacio y deviene ubicuo; es decir, ocupa un lugar de primacía en las esferas privada y pública. Según Beauvoir, el matrimonio refleja el estatus autónomo del varón y si bien le confiere a la mujer un lugar en el mundo, lo hace como reflejo del estatus de su marido. Por su parte, la antropóloga francesa, Françoise Héritier, sostiene que en todas las sociedades conocidas la paternidad (es decir, la descendencia, idealmente, masculina) no solo tiene relevancia familiar, genera, además, un excedente de valor social a lo masculino. En algunas sociedades, incluso, los hombres que mueren sin descendencia son concebidos como eternamente desgraciados en su paso hacia otras vidas.
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