En las últimas elecciones de convencionales constituyentes pareciera que las mujeres chilenas hubiésemos sido investidas categorialmente de ese reconocimiento político que nos ha sido esquivo durante tantos siglos: ser “hacedoras de las leyes”, “tomadoras de las decisiones”. Como se sabe, Chile tendrá el primer órgano constituyente paritario en el mundo, integrado por 77 mujeres. Hay mucha esperanza, local y global, puesta en este proceso.
Después de la Segunda Guerra Mundial, cuando el derecho a voto de las mujeres se expandió en el orbe, se abrió también un ciclo de esperanza. La ciudadanía femenina, recién ganada, traería una cascada de transformaciones, igualando definitivamente a hombres y mujeres. Esas expectativas se desinflaron lentamente provocando un giro en el feminismo que, sin dejar de ser una ética igualitaria, a partir de la década de los 80 devino en una teoría sobre el poder y las élites. Esta teoría ha buscado explicar por qué la masculinidad opera como una suerte de clase nobiliaria que se entreteje y serpentea en las tramas de nuestras democracias (¿Qué hace que el poder presuponga y exude masculinidad?, ¿por qué las mujeres no gozan en propiedad de esa autoridad social que permite que un liderazgo sea percibido como algo natural o confiable?, ¿por qué sus voces corales no alcanzan a oírse y/o son, a menudo, mediatizadas por varones solistas?). En su libro póstumo, Ser política en Chile, publicado en 1986, Julieta Kirkwood observaba que “la vivencia política tradicional para o hacia las mujeres es segregacionista y subsidiaria en todos los sectores político-sociales”. Aunque el feminismo haya llegado a constituirse en discurso y sentido común, el poder sigue yaciendo en cuerpos y espacios masculinos.
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Profesora de Derechos Fundamentales – UACh