El recién pasado 22 de abril celebramos el Día Internacional de la Madre Tierra, en medio de una crisis climática desatada, donde es urgente desarrollar medidas de “mitigación y adaptación” al cambio climático y al calentamiento global, producto del creciente aumento de gases de efecto invernadero en la atmósfera, generando importantes problemáticas -debido entre otras cosas al déficit hídrico-, no solo para nuestro territorio nacional, sino que en todo el mundo. Esto sin duda afecta gravemente a la calidad de vida de todos los seres que habitan el planeta y por supuesto de los seres humanos. Y es justamente en los tiempos que corren, donde más atención deberíamos poner en los ecosistemas de humedales continentales palustres como las turberas, que nos ayudan a disminuir estos efectos en la Tierra.
Bien sabemos que en Chiloé no existen grandes reservas de agua en estado sólido, como los glaciares con nieve de la Cordillera de Los Andes que encontramos en el continente. Por lo que las únicas reservas de agua dulce que nutren las napas subterráneas cada año son justamente los ecosistemas de bosques y humedales, gracias a las cuales podemos obtener este elemento vital durante las temporadas estivales, cuando hay mayor escasez del recurso hídrico. Y en particular, los principales receptores de agua del archipiélago de Chiloé son las turberas debido a que tienen la propiedad de poder absorber agua lluvia durante el invierno, para conservarla y entregarla a los sistemas acuíferos de manera paulatina en verano. Esto gracias a diversas asociaciones de plantas como el Musgo Sphagnum “pompón” que se convierten en verdaderas esponjas capaces de absorber hasta 20 veces su peso en agua, comportándose como grandes “glaciares” de color verde-rojizo.
Pese a estar clara la necesidad de conservación, pareciera que la nueva Ley Sobre Protección Ambiental de Turberas, promulgada el 10 de abril del presente, no se ha hecho cargo totalmente del grave impacto ambiental que implica la intervención en estos ecosistemas, si consideramos la delicada relación que existe entre la protección de la turba y la remoción de la cobertura vegetal que brindan las turberas. Sobre todo porque la protección efectiva del agua depende del conocimiento de los procesos de regeneración vegetal que es el tiempo que demoran las especies en volver a cumplir el mismo rol en un ecosistema y de la formación de suelos como la turba, que responden a la acumulación de materia orgánica muerta en proceso de descomposición, proveniente de plantas especialmente adaptadas para sobrevivir en condiciones saturadas de agua, con falta de oxígeno y una alta acidez. Para lograr un espesor de esta turba de entre 10 a 50 centímetros, se requiere por lo menos unos cien años. Por ello en estos momentos podríamos estar en presencia aún de ecosistemas ancestrales en algunos casos con más de mil años de antigüedad.
Entonces estamos frente a una única gran oportunidad como país, de generar un real aporte a la “mitigación” al cambio climático mediante la disminución del efecto invernadero, evitando la incorporación de oxígeno al subsuelo o turba, producto del drenaje y explotación de las turberas, lo cual provoca la acción de organismos descomponedores en el sistema anaeróbico, e inicia la emisión de gases de efectos invernadero a la atmosfera.
Además, de una oportunidad para la “adaptación” de los efectos de esta gran crisis hídrica, permitiendo a las comunidades la obtención de agua sin tener que recurrir a esfuerzos externos de los gobiernos locales, con grandes costos económicos y sociales, tanto para la salud de las personas como para la seguridad alimentaria, que nos obliga cada año a tener que transportar agua, para abastecer a las comunidades locales y mantener los procesos productivos básicos.
En definitiva, esperemos que la recién promulgada “Ley de Turberas” no nos obligue a tener que dar explicaciones a las generaciones futuras en los próximos años, sobre “por qué sabiendo las consecuencias, no hicimos nada para impedir la explotación de las turberas…”.