A continuación publicamos la editorial de El Mercurio en extenso:
Un aspecto que será indispensable considerar con atención en el confuso panorama en que se desenvuelve el conflicto estudiantil -posibilidades de negociación política en el Congreso para avanzar soluciones respecto de algunas de las demandas planteadas por los estudiantes y, simultáneamente, dudas respecto del apoyo de las organizaciones estudiantiles al resultado de esa negociación-, es la forma como se aborde el tema de las universidades regionales, por la importancia que reviste el hecho de que ellas sean tratadas con equidad y realismo, y también por la incidencia que tienen en la descentralización del país -una necesidad nacional cada vez más apremiante-. Dichas universidades enfrentan un escenario complejo, precisamente porque el prolongado conflicto les ha significado una grave merma de ingresos en lo que va corrido del año, de unos 20 mil millones de pesos por pago de mensualidades no percibidas, y una gran incertidumbre respecto de la matrícula que recibirán el próximo año, que algunos estiman bajará en más de tres mil alumnos que emigrarán a otros planteles. Es previsible que no pocos de quienes normalmente habrían postulado a ellas reciban presión de sus familias para ingresar a otras distintas, que les aseguren mayor normalidad en sus clases.
Al igual que en el resto del país, entre las universidades regionales algunas son estatales; otras, sin serlo, pertenecen a las llamadas «tradicionales», y otras que son privadas, creadas en los últimos 30 años. El apoyo que los dos primeros grupos solicitan al Estado en la forma de fondos basales, que sirvan para financiar su estructura permanente y que excede la labor puramente formativa de los estudiantes -aquella parte que no está reflejada en el valor de la matrícula-, ha sido un tema ampliamente debatido en el último tiempo. El Estado ha sido renuente a aumentar dichos fondos basales -más allá de aquellos históricos asociados al llamado financiamiento directo, a los que se suman el financiamiento indirecto que acompaña a los mejores puntajes que ingresan a las universidades, y los fondos concursables para proyectos científicos y tecnológicos-, debido a la dificultad de medir la eficiencia con que esos recursos serían gastados. A esta medición no cabe renunciar, porque siendo los recursos siempre escasos, todo gobierno debe asegurarse de que ellos sean empleados de la mejor forma posible.
Si como resultado de un posible acuerdo político en materia universitaria en el marco de la discusión parlamentaria se incorpora un aumento de los fondos basales, ello debería sujetarse a convenios de desempeño medibles, que comprometan a las instituciones receptoras de esos dineros públicos en un esfuerzo por mejorar su calidad o en la consecución de proyectos específicos. En el caso de las universidades regionales, hay ejemplos de algunas tradicionales de mucho prestigio, como la Austral o la de Talca, cuyos servicios al desarrollo regional están a la vista. Pero también hay otras cuyos proyectos de expansión y calidad formativa dejan mucho que desear y que lindan, incluso, en lo disparatado de abrir sedes distantes. Esto hace justo que el Estado distinga entre esas situaciones, y que el apoyo que les otorgue reconozca esas diferencias, de modo que haya un premio al esfuerzo metódico y sistemático a lo largo del tiempo. Un sistema de universidades regionales robusto es un factor crucial para el desarrollo de sus respectivas regiones, pues ellas no sólo son -o deberían ser- polos de investigación científica y tecnológica de concretas repercusiones en el aparato productivo regional, sino también centros de labor intelectual, cultural y artística no capitalina y, por esa vía, agentes activos de la urgente descentralización de Chile.
El acuerdo educacional a que se llegue no debería en caso alguno postergar a los planteles regionales en favor de los tradicionales y con mayor capacidad de presión.