La historia de Ana Obregón, una española de 68 años que recurrió a la procreación subrogada para – según confesó luego- convertirse en madre de su propia nieta (otra mujer fue inseminada con el semen de su fallecido hijo), generó una controversia internacional. La ministra de Igualdad de España, Irene Montero, reaccionó a la noticia calificando esta práctica como “una forma de violencia contra las mujeres” y recordando que está prohibida en España. Su par chilena, la ministra Orellana, expresó por Twitter una opinión similar. Recordó que, durante la dictadura chilena, mujeres rurales, empobrecidas o víctimas de violencia fueron engañadas para traficar con sus hijos/as; y sentenció que “la desregulación habilita la explotación sexual de mujeres, la trata y la venta de niños/as”.
La postura de ambas autoridades no solo expresa una corriente crítica proveniente de un amplio sector del feminismo, ilustra también la orientación de la legislación comparada que, en general, es restrictiva. Buena parte de los países del mundo prohíbe la gestación subrogada; algunos la toleran o no la regulan, y solo unos pocos países la permiten. Los argumentos centrales para justificar su prohibición apelan a la protección de la dignidad y la indisponibilidad del cuerpo, tanto de mujeres como de niños/as. Dichos argumentos ponen de relieve cuestiones importantes. La evidencia muestra que la maternidad subrogada puede acrecentar desigualdades sociales y propiciar abusos. En efecto, alrededor de esta práctica se ha desarrollado una verdadera industria internacional en la que pueden llegar a pagarse ingentes sumas de dinero para que mujeres, regularmente pobres o vulnerables, utilicen su capacidad reproductiva para gestar los hijos de otros. Los requirentes de esto servicios (personas, solteras o en pareja, heterosexuales u homosexuales) se desplazan comúnmente a otros países burlando así sus propias legislaciones nacionales.
Los efectos inciertos, paradójicos o derechamente negativos que la prohibición engendra han contribuido a mover los enmarques de discusión, tanto a nivel moral como jurídico. Es un hecho que esta práctica desafía las lógicas de filiación y parentalidad tradicionales y, por tanto, sus implicancias jurídicas son difusas e inestables. La verdadera avalancha de casos que tribunales europeos han debido resolver frente a la negativa de los estados a inscribir a estos niños/as en registros nacionales ha llevado a la adopción de perspectivas más flexibles y pragmáticas. Así, el fraude a la ley ha devenido un precio menor a pagar versus la desprotección de niños/as, cuyos derechos dependen del reconocimiento del vínculo de filiación con quienes desean constituirse en sus padres. Tampoco puede descartarse completamente la concurrencia de fines altruistas. Pareciera ser, entonces, que este debate no puede abordarse con apego estricto a principios o axiomas irrefutables y requiere sopesar los distintos casos, contextos y efectos.
Dra. Yanira Zúñiga.
Profesora Titular del Instituto de Derecho Público.
Columna de opinión publicada en el Diario La Tercera