“Violencia” es una palabra reiterada en el contexto de las históricas manifestaciones. Una de su particularidad es que «marca» a personas o grupos a quienes se vincula: se usa como justificación para contenerlos y como acusación para desacreditar sus ideas o sus demandas. Atender a una definición y sus alcances es relevante.
“La violencia es el uso intencional de la fuerza física, de hecho o como amenaza, contra uno mismo, otra persona, un grupo o una comunidad que tiene como consecuencia o es muy probable que tenga como consecuencia un traumatismo, daños psicológicos, problemas de desarrollo o la muerte”, indica la Organización Mundial de la Salud (OMS). Por lo menos, tres dimensiones admite la definición. Primero, quizá obvio, permite identificar a víctimas y victimarios bajo ciertos criterios. Segundo, constata que nociones amplias -por ejemplo, violencia “estructural” o “simbólica”- pueden contribuir a equiparar acciones situadas en niveles distintos: evasiones en el metro y mutilaciones oculares por balines, corte de ruta por barricadas y tortura sexual, la toma de un establecimiento educacional y el homicidio. Tercero, al precisar a victimarios y sus formas operar, propicia indagar motivos. Ello puede nutrir una reflexión permanente destinada a que “el uso intencional de la fuerza física” jamás sustituya el quehacer político, sobre todo en momentos en donde debe efectuarse con especial prolijidad y diligencia. Ni tampoco la búsqueda de responsabilidades en consideración a la justicia y la reparación de las víctimas en el nuevo Chile.