Hoy, y setenta años después de la aprobación dada por la Asamblea General de Naciones Unidas, es posible reconocer a la Declaración Universal de Derechos Humanos como un instrumento de enorme relevancia para el buen andar democrático del sistema internacional. Si bien su carácter no fue vinculante en sus inicios hoy sí es reconocido como un instrumento obligatorio a partir de lo que es su peso consuetudinario.
En 1948, la Declaración Universal de Derechos Humanos se plasmó en una lógica de egoísmo político, en donde los valores humanistas se instrumentalizaron en aras de fortalecer los intereses que defendían las grandes potencias de la época. Sin embargo, el “error de origen” se fue subsanando con el pasar del tiempo a través de un empoderamiento de los Estados menos favorecidos del sistema internacional, lo que provocó que con los años –y a partir de una sistemática codificación y especialización de los derechos humanos– se profundizase en el entendimiento y alcance de éstos; factor que ha sido esencial a la hora de generar un verdadero sistema de protección internacional a los derechos humanos.
No obstante, y pesar de los evidentes avances que existen al respecto y que se ejemplifican, entre otros, en el hecho que la exigencia de respeto a los derecho humanos ha logrado no sólo frenar conflictos sino también evitar algunos de los abusos que los gobiernos realizan en contra de su población, aún se evidencia un importante camino por recorrer a la hora de establecer las necesarias efectividades en lo que refiere a la protección de los derechos humanos. Lo anterior, en virtud que los Estados –muchos de ellos comprometidos en el papel con el respeto a los derechos humanos– siguen siendo los principales transgresores a los derechos y dignidad de las personas.
Ante esto, y sabiéndose de esta problemática, la comunidad internacional ha intentado avanzar en las efectividades relativas a lo que es la protección, estableciendo, por ejemplo, algunos compromisos internacionales en aras que la protección a los derechos humanos superen con creces el freno que provoca el principio de territorialidad y el de no intervención en los asuntos internos de los Estados. Así por ejemplo, la Responsabilidad de Proteger y el principio de Justicia Universal se presentan como instituciones que actualmente buscan evitar la inacción de los Estados en torno a los que es protección de los derechos humanos. De esta forma, hoy se entiende que la obligación de proteger los derechos humanos no es responsabilidad exclusiva de los Estados sino también de toda la comunidad internacional. Sin embargo, los Estados han demostrado una exasperante cobardía al respecto. Lo anterior, en virtud que la mayoría de ellos tiene temor que sus potenciales acusaciones se les devuelva en función de los que son sus propios comportamientos abusivos.
La cobardía evidenciada por los Estados se contrapone con el interés que ellos mismos demuestran al intentar presentar a sus respectivos sistemas políticos como ejemplos de aquella democracia que el sistema internacional valida. Ante esto, y en aras de evitar la desidia estatal, la ciudadanía de los distintos Estados tiene un papel fundamental. Esto es así, ya que ellos –y en función de lo que es su rol electoral– pueden exigir que sus representantes velen para que los comportamientos estatales y sus respectivos ordenamientos jurídicos tributen en forma absoluta y plena al sistema de protección a los derechos humanos.
Al respecto, y si analizamos el caso de Chile, es posible identificar en nuestro ordenamiento –por acción y omisión– una serie de normas que están al debe respecto a las consideraciones que están asociadas al respeto de los derechos humanos. Entre éstas están: el no reconocimiento constitucional de sus pueblos originarios; la discriminación que se evidencia en el ámbito civil y que niega la posibilidad que personas del mismo sexo contraigan matrimonio; las desigualdades institucionalizadas en materia económica que afectan a las mujeres respecto a los hombres; y el resguardo efectivo al derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación a través de sanciones y reparaciones que materialicen un verdadero régimen de protección; entre muchas otras.
En esencia, nuestro Estado debe entender que su condición de Estado democrático no se basa exclusivamente en la existencia de elecciones periódicas sino que su condición democrática está íntimamente ligada al respeto absoluto de los derechos humanos.