En 1996, Michael J. Sandel avanzaba uno de los mayores problemas políticos de nuestra era: el descontento de la población respecto de la democracia. La última encuesta del CEP confirma que la sociedad chilena está embarcada en un carro que conduce a un destino tan incierto como peligroso, cuyo combustible es la desconfianza y la indignación con la democracia y sus instituciones. Dicha encuesta muestra, como otros sondeos y estudios lo habían hecho antes, que una parte relevante de la población chilena desconfía crónicamente del sistema político institucional, especialmente de los partidos. Es decir, recela no de un partido, política u órgano público en particular, sino del sistema en su conjunto.
La frase “a la gente como uno, le da lo mismo un régimen democrático que uno autoritario”, (apoyada por un 25% de los encuestados) resume bien el desencanto imperante que no distingue entre votantes y no votantes. Evoca, así, la imagen familiar de tantos que, consultados sobre sus perspectivas del futuro a la salida de los locales de votación, se encogen de hombros y mascullan con evidente fastidio: “mañana igual hay que ir a trabajar”. Tras esa desesperanza aprendida (con la que es difícil no empatizar), se esconde y afianza una concepción mercantil de la democracia, en la que el civismo es objeto de un trueque con consecuencias nocivas.
Si la democracia no se traduce en un aumento tangible del bienestar personal (y es claro que en muchos países, eso no ocurre regularmente), entonces aquella se vuelve superflua para la ciudadanía, incluso desechable. Como el náufrago, el ciudadano travestido de cliente-consumidor se agarra de la única pieza que concibe como idónea para controlar su vida su esfuerzo personal y le pone un alto aprecio a su adhesión a las reglas que permiten que la democracia se asiente y prospere.
Pero la vida en común no depende, por mucho que nos guste emborracharnos con esa ilusión, de acciones puramente individuales ni descansa sobre un orden impuesto, verticalmente y a la fuerza por el aparato estatal. La democracia requiere de una virtud cívica innegociable, aunque sea mínima y funcional, para hacer florecer una genuina cohesión social y no convertirse en un páramo fantasmal. Ese civismo está lejos de emerger espontáneamente. Requiere cultivarse, sobre todo en sociedades como las nuestras caracterizadas por la profusión de diversas identidades y sometidas a una creciente globalización. Por eso, lejos de poder prescindir del civismo requerimos de mayores cuotas de éste.
El civismo consiste, desde luego, en recuperar el sentido de comunidad. Sin embargo, este último no consiste -como destaca Sandel- en blindar fronteras, explotar el temor a lo foráneo o avivar el culto al nacionalismo, sino en revisitar los significados compartidos y atizar la narrativa de lo colectivo que hacen posible el desarrollo equilibrado entre lo social y lo individual, en el marco de reglas políticas institucionales, valiosas en sí mismas.
Dra. Yanira Zúñiga.
Profesora Titular del Instituto de Derecho Público.
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