El rostro sereno de Gisèle Pelicot se hizo conocido en todo el mundo a principios de este mes. Se iniciaba, en Francia, un juicio criminal por las violaciones (casi un centenar) de las que ella fue objeto, entre 2011 y 2020, por parte de, al menos, una cincuentena de hombres. Su marido, por más de cinco décadas, la drogaba habitualmente y se concertaba con otros hombres para perpetrarlas, dejando una meticulosa y escabrosa bitácora visual de ellas.
Se trata de un proceso excepcional, pero las preguntas que genera no lo son tanto. Remiten a un tipo de violencia-la violación- tan omnipresente como tabú. ¿Cómo es que quien parece un marido ideal, un “buen padre de familia”, es un depredador sexual?; ¿por qué quienes fueron contactados por él (hombres de diferentes edades y trayectorias vitales) trataron a Gisèle Pelicot como un cuerpo inanimado en lugar de una persona? (como “una muñeca de trapo”-tomando prestada sus propias palabras); ¿por qué no alertaron, incluso por vía anónima, de lo que estaba pasando? Algunos de los enjuiciados sostienen que no se percataron que estaba bajo los efectos de un sedante, pero los registros visuales demuestran que su pérdida de conciencia era completa. ¿Cómo, entonces, pudieron no advertirlo?
En su obra, Estructuras elementales de la violencia, Rita Segato identifica tres formas de violación cruenta. Una realizada como castigo o venganza contra una mujer genérica (v. gr. las violaciones correctivas), otra consistente en una afrenta contra otro hombre genérico (v. gr. las violaciones como armas de guerra); y una demostrativa de fuerza y virilidad ante una comunidad de pares. Aquel que viola lo hace con intención de hacerlo con, para o ante otros interlocutores masculinos. Lo que le ocurrió a Pelicot parece tener estos rasgos. Además, hay elementos típicos de una cultura de la violación, es decir, de un sistema de creencias compartido, en el que la violencia sexual es banalizada o justificada.
¿Publicidad o confidencialidad? Tal interrogante es habitual en los procesos sobre violencia sexual. Mientras sus agresores optaron por la reserva de identidad, Gisèle Pelicot ha decidido hablarle al mundo. “Lo hago en nombre de todas esas mujeres que quizás nunca serán reconocidas como víctimas”-declaraba en las escalinatas del tribunal, explicando su decisión de rechazar un juicio a puertas cerradas-. Su abogado daba cuenta de otras implicancias de dicha decisión. “La vergüenza tiene que cambiar de bando”-decía-. Tales palabras anticiparon una reacción en cadena en redes sociales. Los nombres de los acusados han sido difundidos. Ha ocurrido una “funa”, eso que varios tribunales chilenos han calificado como una acción eminentemente ilegítima. Pero, la tragedia y la fortaleza de Pelicot llaman a reflexionar. Pareciera que no siempre hay que presumir que las víctimas quieren silenciar su experiencia, ni que su deseo de hablar es sinónimo de revancha. A veces quieren alertar, hablar por otras, propiciar un cambio.
Dra. Yanira Zúñiga.
Profesora Titular del Instituto de Derecho Público.
Columna de opinión publicada en el Diario La Tercera
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