Un día antes de la conmemoración del Día Internacional de la Mujer, el diputado De la Carrera objetó la presencia de la hija del diputado De Rementería en el hemiciclo. Este episodio, aparentemente trivial, ilustra dos cosas. En primer lugar, que nos cuesta aceptar que las prácticas familiares de cuidado eventualmente se proyecten a espacios laborales o institucionales. Y, en segundo lugar, que la figura del hombre-cuidador nos resulta todavía anómala o disruptiva.
Sin embargo, existen muchas razones para avanzar hacia modelos de cuidado más justos y dúctiles. No hay que olvidar que todas las personas necesitamos de cuidado a lo largo de nuestras vidas, de suerte que, como puso de relieve la reciente pandemia, su aseguramiento es una cuestión no solo privada, también tiene relevancia pública. Es un hecho, además, que las necesidades de cuidado se han incrementado con el tiempo, mientras que la organización tradicional para su provisión se ha fragilizado. En efecto, las familias han tendido a fragmentarse y las capacidades de ellas, y, en especial de las mujeres para afrontar en solitario el cuidado ya no son las mismas. Todo apunta a que el modelo de hombre-proveedor y mujer-cuidadora está en retirada, entre otras cosas, porque las mujeres se han incorporado en masa al mundo laboral y soportan una gran sobrecarga de trabajo. Así las cosas, de no enmendar el rumbo, la sostenibilidad del cuidado, como necesidad vital y productiva, está en riesgo. Negarnos a su redistribución familiar y a su reorganización social puede llevarnos a un despeñadero y, en todo caso, perpetúa una injusticia.
Según Nancy Fraser, la clave para avanzar estaría en hacer que los actuales patrones de vida de las mujeres se universalicen. Las mujeres combinan la actividad de proveedoras con el cuidado, aunque con extraordinaria dificultad y esfuerzo. Por tanto, lo razonable y justo es que los estados aseguren que los hombres hagan lo propio, implicándose equitativamente en el cuidado, tanto de sus hijos como de personas mayores. Adicionalmente -según Fraser-, hay que aligerar la carga de cuidar.
Así, para redistribuir el cuidado al interior de las familias se requiere promover lo que la literatura de género denomina las masculinidades cuidadoras o la figura del hombre-cuidador. Ese cambio no es sencillo y supone implementar estrategias variadas (culturales, jurídicas y económicas). Pero, como puso de relieve el episodio que referí al inicio de esta columna, no basta con redistribuir el cuidado en las familias. Como sociedad, debemos contribuir activamente a su reorganización, corresponsabilizándolos de su aseguramiento. En simple, evitar poner obstáculos a una función que requiere gran inversión de tiempo y esfuerzo; y cuya provisión nos beneficia a todos, directa o indirectamente. Nos guste o no, estamos conminados a aceptar, aunque sea por puro pragmatismo, que el cuidado tendrá que transcender lo familiar y adentrarse en el amplio espectro del espacio público.
Dra. Yanira Zúñiga.
Profesora Titular del Instituto de Derecho Público de la Universidad Austral de Chile.
Columna de opinión publicada en el diario La Tercera.