Las medidas sanitarias impuestas a causa del Covid han afectado profundamente nuestros derechos y libertades. De hecho, más de la mitad de los países en el mundo han declarado estado de emergencia y aplicado drásticas restricciones dirigidas a las libertades de reunión y de movimiento, entre otros derechos. Aunque, a la luz de la evidencia disponible, la mayoría de estas restricciones puede considerarse justificada, órganos e instituciones internacionales han alertado del peligro del uso de la pandemia por parte de los gobiernos como una excusa para fragilizar la democracia. Según un reciente reporte de IDEA, la concentración de los poderes en el Ejecutivo sin los debidos contrapesos, la implementación de medidas de dudosa pertinencia para frenar la pandemia, los arrestos arbitrarios, el uso excesivo de la fuerza policial para hacer cumplir las restricciones y la censura respecto de la información relativa al impacto del virus son parte del legado de riesgos democráticos que nos dejará la pandemia.
Así, bajo la creciente pila de decretos que establecen medidas para afrontar esta crisis sanitaria global podría incubarse otra infección: una cultura de restricciones que erosione nuestras instituciones democráticas. Este riesgo debe ser debidamente atendido. Por eso, la crisis sanitaria no puede operar como un comodín o una suerte de dispensa de justificación respecto de las decisiones públicas, ni tampoco como una invitación a perpetuar una estrategia constante de ensayo y error. Pese a las limitaciones que implica el déficit de conocimiento científico sobre el virus, las decisiones del poder público deben descansar siempre en criterios de razonabilidad (entre otros, el principio precautorio) y estar sometidas a procesos de rendición de cuentas.
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Profesora de Derechos Fundamentales – UACh