Durante las últimas dos décadas hemos presenciado en nuestro país creciente interés por el patrimonio, las tradiciones locales y regionales, no sólo jalonado por el criterio de más turismo y más actividades culturales. En un proceso complejo, junto con la creación de nuevas instituciones como el Ministerio de Las Culturas, Las Artes y El Patrimonio, el fortalecimiento paulatino de museos, creación de oficinas regionales del Consejo de Monumentos Nacionales y el apoyo a “otras” organizaciones culturales, se ha declarado desde el Estado la irrelevancia de las humanidades, la historia y la filosofía, en un vaivén de decisiones políticas que acusan la supeditación de educación chilena a fines tecnocráticos y economicistas de escasa proyección, pero aparentemente de alta rentabilidad monetaria. ¿Cómo entender esta situación aparentemente contradictoria?
En mi opinión, sopla con una fuerza centenaria un viento que parece incontrarrestable, el cual busca centralizar más que conectar la economía de cada una de las regiones de nuestro país a los requerimientos de los mercados internacionales. Tal situación termina por definir prioridades sobre los perfiles, rubros y ocupaciones profesionales; patrones de sobreexplotación de los recursos naturales y culturales de nuestro país, socavando el interés por las ciencias sociales y las humanidades allí donde aparentemente estas materias no son prioritarias en términos productivos o de empleo. Quizás, cuando las crisis sociales no tienen explicaciones suficientes en las ciencias naturales y no basta el uso de indicadores ecológicos o económicos, se buscan respuestas en los análisis y razonamientos sociológicos, históricos y arqueológicos, muy de vez en cuando.
Ese viento sopla sobre un Chile anclado a un sistema político y territorial centralizado, de apariencia monárquica en la forma en que las elites metropolitanas heredan el poder y sujetan las provincias, en el que se definen y proyectan las políticas desconsiderando a los gobiernos locales y a la ciudadanía en general, que decir de la población rural. En ese esquema la investigación y la orientación de las humanidades y las ciencias sociales parecen postergadas o al servicio de nuestra autoimpuesta geografía económica, la que memorizamos del atlas del IGM, la de un país dependiente de la extracción y exportación de materias primas escasamente elaboradas y con un sistema financiamiento a la investigación en estas áreas, como en muchas otras, que depende de esos recursos: del royalty a la minería principalmente (Ley 20.026 o Royalty II). ¿Qué consecuencias ha tenido y tiene nuestra dependencia económica, el centralismo y la falta de interés por las ciencias sociales y humanidades?
Primero, falta de oportunidades para estudiar y desempeñarse profesionalmente en regiones distintas a la metropolitana, ya sea por la falta de oferta académica, de escuelas, de tradición, de crítica intelectual o porque no existe una demanda asociada a estos rubros, un público, una audiencia, unos consumidores. Durante la segunda mitad del siglo XX, la formación profesional en arqueología, ha ocurrido en Santiago y ello, como es obvio, con escaso y fugitivo conocimiento de las realidades distantes a la capital. En regiones, el trabajo de mayor demanda ha sido en un formato independiente, la consultoría, el que ha funcionado bajo la permanente paradoja de contextos laborales precarios y desregulados, que redundan por su discontinuidad y escaso vínculo con las comunidades y territorios donde se ejerce, en la generación de conocimiento fragmentario, repetitivo, de escasa profundidad analítica y teórica.
Utilizar como argumento el bajo nivel de empleabilidad y bajos salarios no es suficiente para explicar cómo un país tan diverso como el nuestro ha optado por centralizar gran parte del quehacer formativo, científico e intelectual de las ciencias sociales y las humanidades en un puñado de ciudades. Si bien las universidades regionales ofrecen hoy una alternativa real para la generación de conocimiento “situado”, ese proceso emergente requiere de nuevas decisiones que fortalezcan su labor descentralizada, su vinculación interregional e integración con las dinámicas y prioridades regionales, asegurando la formación de nuevas/os profesionales y la apertura de nuevas zonas de investigación.
Estamos ante un gran desafío, abandonar nuestro refugio, reconociendo que existen, y han existido, otros vientos que soplan en los distintos territorios de nuestro país y que, en ese proceso, debemos sumarnos al debate público, fortalecer nuestras instituciones educativas y las organizaciones ciudadanas y comunitarias que son las llamadas a transformar nuestra realidad, nuestro futuro y nuestras propias disciplinas.