* Vea columna publicada en El Mostrador.
Hoy, a comienzos de 2020, cuando el fantasma de la pandemia no respeta ni credos, ni cultos ni límites estados-nacionales, estamos reducidos a los abrazos y besos no presenciales, a través de nuevos y variados dispositivos que -hace dos semanas- la gran mayoría de las ciudadanías desconocían; y ahora se tornan en el único mecanismo para poder hablar entre pares, hacer reuniones de trabajo, de amistad e incluso juntarse a tomar algo desde la fría distancia de las pantallas encendidas.
Zoom, entre otros y -tal vez- una de las más populares de estas herramientas, ha llegado a transformarse en un culto al encuentro virtual, a la única posibilidad de sentar a amigos y colegas en una mesa que no se comparte, si no es a través de la cámara y el micrófono del computador. Es que sin computador -y sin mediación tecnológica- no hay comunicación. Sin buena conexión no hay, por ejemplo, docencia y sin educación no hay país que crezca: ¿qué hacer? ¿Cómo, de un suácate, voltear nuestras estructuras sociales, públicas y privadas, nuestras vidas en formatos de relaciones e interrelaciones remotas?
Cuánto dejamos de decir si comunicamos sentados frente a una cámara, a medio cuerpo, sin percibir in situ la base proxémica del con quién estamos hablando. Con este filtro, cuánto se pierde en gestos, tonos, voces y formas propias de las tradiciones fundamentales del hacer contacto entre personas, sobre todo si lo pensamos desde la calidez originaria de los pueblos latinos. Abrazos, besos y cariños se licúan en las nuevas reglas impuestas por el Covid19 y quedan enredadas entre las corrientes emitidas por unos ya imprescindibles computadores o dispositivos que hacen posible esta nueva forma -porque ya no hay otra- de comunicar.
Tal vez, este es el paso ya anunciado de la información a la informatización. Al dispositivo tecnológico como centro del aparato comunicacional, con los pro y los contra que ello implica y con la rogativa que pide quedarnos en casa, reduciéndonos al verse no presencialmente con la misma normalidad, a la larga, como si se tratase de la proximidad más común y corriente.
Sin querer caer en las lógicas de los acérrimos apocalípticos e integrados y sin querer dejar de agudizar la necesidad que tenemos de quedarnos en casa, ¿qué pasaría si las nuevas tecnologías no hubiesen irrumpido en nuestras vidas? Quizás, lo mismo que en otros tiempos de guerras y pandemias: la gente en casa, sin comunicación externa y sólo limitándose a la más pura soledad o al minimum del núcleo familiar.
Ahora, a poco de tener el virus entre nosotros, zoom -entre otros de similares características- se torna en la “panacea” de las comunicaciones en tiempos de corona(ción), transformándose en la herramienta no presencial que nos permite hablar -eso-, algo tan sencillo como era primariamente el comunicarse entre personas: NOS PERMITE HABLAR.
La “zoomización” de las relaciones es imprescindible para que los amigos sigan siendo amigos, las familias lejanas puedan seguir en contacto y para achicar el mundo en un momento donde ya no se puede salir a las calles. Nunca la técnica y la tecnología estaban tan presente -con carácter de indispensable- en nuestras vidas. Antes no conocíamos zoom, ahora comienza a convertirse en un verbo conjugable: ¿Nos “zoomeamos” un café?
Primeramente, cuando la paranoia provocada por la pandemia no ensuciaba nuestras normalidades, éramos libres, pero no teníamos acceso al mundo. Ahora, desde nuestras pantallas, podemos acceder a él, pero sin salir de casa –“ni a la vuelta de la esquina”- sólo desde el metro cuadrado de nuestros escritorios (escritorios, por supuesto, físicos y virtuales).